Por José Miguel Simián, desde NY* Julio 30, 2010

La primera vez que los vi fue en 1991 ó 1992, pocos meses después de que lanzaran su disco debut. En medio de la primavera concertacionista, Los Tres participaban en un tributo a Violeta Parra en la Estación Mapocho. Y allá partí, todavía vestido de uniforme, con compañeros de colegio. Durante esa década los vi más veces de las que puedo recordar, hasta uno de sus conciertos de despedida en 2000.

El sábado pasado los reencontré sobre el escenario del Highline Ballroom de Manhattan. Tocaban ante unas 200 personas, en su mayoría chilenos eufóricos y nostálgicos. Sonaban tan afiatados como los recordaba, y Henríquez, Parra y Lindl se veían casi sospechosamente jóvenes. Pero algo no cuajaba. Repasaban su repertorio con eficiencia, pero más parecían haberse convertido en una banda de covers de sus canciones (musicalmente, el mejor momento fue cuando interpretaron la versión que Café Tacuba hizo de Déjate caer), que estar interpretando composiciones revestidas de urgencia o significado (precisamente lo que los hizo grandes).

Los Tres fueron la banda símbolo de la transición, poniéndole música mientras significaban nuestra evolución cultural y política: irrumpieron en nuestras vidas con las ilusiones de la democracia recuperada (Los Tres, 1991); su ascensión al poder pronto se convirtió en su primer tropiezo (Se remata el siglo, 1993); despegaron definitivamente cuando también lo hacía la economía del país (La espada & la pared, 1995) y nos abríamos al mundo (Unplugged, 1996). Durante el gobierno de Frei editaron un disco que los mostraba madurando y con el título perfecto para los tiempos (Fome, 1997), y cerraron la década con una placa brillante y ambiciosa (La sangre en el cuerpo, 1999), tal como el presidente que se disponía a instalarse en La Moneda. Tras su "receso indefinido", la reunión de 2006 los encontró carentes de ideas, justo en los estertores de la racha concertacionista: como el gobierno de turno, su disco Hágalo usted mismo bien pudo llamarse Más de lo mismo.

Siempre resulta injusto exigirle a un artista que esté a la altura de las expectativas emotivas o de liderazgo que sus creaciones y la coyuntura histórica pudieron generar. Pero al verlos tocando en Nueva York, sin esa ambición de comerse el mundo que tenían antes (todavía recuerdo el titular de esa primera entrevista: "Los noventa son nuestros"), el paralelo con la evolución de Chile se hizo aún más estrecho.

¿Quiénes son estos tres tipos a quienes tanto admiramos en un país en que tanto cuesta admirar? ¿Quiénes fuimos nosotros, que creímos en ellos y los hicimos parte de nuestras vidas? (Alguna vez, muy al principio, me envalentoné para hablar con Henríquez en la calle: "¿Qué significa 'crata'?", tartamudeé, como si esa palabra inventada escondiera una revelación sobre mi vida). Mirando la escena -Los Tres tocando en Nueva York, algo que en sus comienzos habría sonado imposible-, traté de encontrar en sus caras alguna idea sobre ese país lejano, sobre el sueño que representaron. Y no vi nada.

*Periodista chileno de NY1 Noticias.

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