Por Victoria Massarelli y Martín Vinacur* Mayo 28, 2010

Lo nuestro es un cambalache. Un revoltijo de genes.

Somos quiltros con pelaje, barrabravas lacanianos, descastados brillantes, príncipes sin alcurnia, canallas con vermú.

Hablar de nosotros, los argentinos, implica, inevitablemente, un recorrido ambiguo y contradictorio.

Somos talento y decepción.

Solemos reconocernos en los grandes compatriotas, renegando de aquellos que nos avergüenzan, aunque nos hayan llenado de orgullo un rato antes.

Somos impacientes, pero podemos pasar horas filosofando sobre Sartre y el orsái con sólo un cortado de por medio.

Somos asertivos y vehementes, pero aprendimos a aceptar que nos equivocamos más de la cuenta.

Somos engreídos, pero es raro que hablemos de logros y éxitos con los amigos. Con ellos compartimos lo que nos pasa, que, si es un bajón, alguno va a tirar el chiste que descomprima.

Nos enojamos con la misma facilidad con que damos besos y abrazos, aun siendo recién presentados.

Insultamos como señal de cariño y amistad.

Con el tango y Maradona como representantes ilustres de la argentinidad pop, creemos ser los zares del planeta, aunque estemos barriendo pisos en un lugar cuyo idioma apenas farfullamos.

Odiamos a nuestros presidentes, olvidándonos que unos meses antes votamos por ellos.

Nos inmolamos en discusiones tomando partido por cosas que difícilmente tomen partido por uno.

Nos ufanamos de nuestra carne, pero ya casi no podemos comprarla.

Nos jactamos de nuestro secularismo pero santificamos a cuanto ídolo ha muerto joven y trágicamente.

Somos nuestro propio animal mitológico.

Somos sobrevivientes de nuestra propia especie.

Somos hablados, amados, odiados, admirados, rechazados.

Sí: todas las cosas que les pasan a los otros con los argentinos nos pasan a nosotros con nosotros mismos.

Tal vez conformando una multitud seamos algo digno de estudio, pero como individuos somos tan magníficos o miserables como cualquiera.

Amamos nuestra bandera pero tardamos en transformarla, como los gringos, en merchandising del orgullo nacional.

Los argentinos más tradicionalistas ya no se escandalizan con las versiones rockeras de nuestras canciones patrias. O tal vez sí, pero nadie les da prensa.

Casi a la fuerza, aceptamos que nuestras grandes ciudades les pertenecen a todos, incluso a los piqueteros y a los "trapitos" violentos.

Encontramos que el límite a nuestra propia intolerancia es la intolerancia del otro, volviéndonos casi tolerantes.

Aprendimos a respetar a Evita aunque no seamos necesariamente peronistas porque entendimos su valor, su significado y su legado.

Casi entendimos que nuestro destino de grandeza no tiene que ver con grandes gestas sino con poder solidarizarnos con causas justas: desde abrazar a Chile con música hasta boicotear al tomate por caro. Disfrutamos, en realidad, cuando podemos convivir con toda esa bipolaridad que implica ser argentinos y no tener más ganas de ser ni españoles ni franceses ni italianos ni ingleses. Sólo argentinos. Y ganarles a todos ellos en el Mundial como un pequeño acto de independencia y soberanía.

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