Por Andrew Chernin Noviembre 28, 2009

Antes de que Tina Seelig entre a la sala de reuniones, lo primero que viene es la advertencia. "La mujer es acelerada", dicen. Avisan también que habla rápido, que es muy gringa. Y cuando la tipa entra, alta, delgada, pálida, con la cara angulosa y el cuerpo de 52 años envuelto en esos trajes de oficina que en Estados Unidos hace tiempo bautizaron como power suits, uno comienza a creer todo lo que todo el mundo dice de ella. Que esta persona que uno tiene al frente, la encargada del Technology Ventures Program de Stanford, la mujer que este año se ganó el Gordon Prize (que en Estados Unidos consideran como el Nobel para los ingenieros), es una de las mujeres más brillantes del mundo.

Pero antes de seguir y contar cómo una niña nacida en New Jersey -que es como el suburbio natural de Nueva York- llegó a convertirse en lo que es, hay que explicar por qué está en Chile. La razón es que la Universidad del Desarrollo la invitó para que diera un par de charlas en distintas ciudades del país y para tratar de importar el modelo que Seelig ha convertido en un éxito. ¿De qué se trata? Básicamente de cursos de innovación en los que pueden inscribirse alumnos de cualquier carrera de Stanford. Cursos, donde Tina no permite que las sillas y mesas estén en el mismo lugar clase tras clase, y donde ella y el equipo con el que trabaja estimulan la creatividad de los alumnos aumentando las restricciones.

Tina, en Stanford, también les habla a sus alumnos sobre la importancia del fracaso. Y ojalá del fracaso a temprana edad. Ahí es cuando uno duda. Porque de los 99.300  resultados que su nombre arroja en Google, ninguno tiene que ver con algo que no sea exitoso. Una repasada rápida de su currículo muestra a una mujer que estudió Neurociencia y que no se demoró mucho en conseguir su PhD. Que ha escrito algo así como 15 libros de ciencia pop y que, incluso, fundó hace varios años una compañía llamada BookBrowser que podría entenderse como el pariente lejano de Amazon.

Y sobre eso es justamente de lo que le pregunto. ¿Cómo puede alguien tan triunfador hablar sobre lo necesario que es perder? ¿Cómo puede una persona que tiene como primer recuerdo haber recibido un microscopio, y luego un telescopio, que nació de una familia donde el padre era ingeniero y la madre bioquímica, enseñar sobre la necesidad de perderse y luego encontrarse?

Tina, minutos más tarde, contaría todas esas derrotas que internet no mostraba. Como que siempre, desde el colegio, había querido estudiar Teatro. Que participaba de todas las obras y, años después, diría que no era una científica. Sino que actuaba como una. Tina, también explicaría que tuvo que pelearse con las expectativas que todo su mundo tenía sobre ella. Diría que durante algunos años dejó la universidad, que se fue a vivir a California y que ella -la niña que miraba a través de un microscopio antes de saber leer y escribir- terminó trabajando en la cocina de un boliche de mala muerte. Que ahí, después de dos años, terminaría pasando sus tardes libres en la biblioteca leyendo sobre el cerebro y reencontrándose con eso que podría llamarse destino, y que hace no tanto le causaba tanta rabia. Después vendrían Stanford, los premios y sus libros como What I wish I knew when I was 20, que acaba de publicar.

Antes que termine la hora, le pregunto si guarda algo de esos días. Ella dice que sí. Que hace poco encontró una carta que se había escrito a sí misma cuando tenía unos 20 años y estaba preocupada de que no lograría nada en la vida. Y eso es, tal vez, lo que hace a Tina creíble: la mujer más innovadora de Stanford necesita recordar que alguna vez estuvo perdida frente a un lavaplatos.

* Periodista de Qué Pasa

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