Por María Angélica Bulnes Octubre 3, 2009

Hace pocos días el Museo de Historia Natural de Londres inauguró el Centro Darwin, un sorprendente edificio de hormigón con forma de capullo. Pese a su nombre, no se centra en la vida y obra de Charles Darwin, lo que después de un año de darwinmanía es casi un alivio.

De lo que se trata es de hacer un homenaje -casi una oda- al trabajo científico, y mostrar la importancia de seguir con el estudio del origen y evolución de las especies. Y aunque no lo diga explícitamente, el Centro Darwin también apunta justificar la existencia del Museo de Historia Natural por los próximos cien años, y da una pauta de cómo deben pensarse hoy los museos.

El de Historia Natural es uno de los museos más bonitos y queridos de Londres. Tiene la colección más grande del mundo en su área, famosa por sus dinosaurios, fósiles, meteoritos, plantas, animales e insectos, y es un centro de investigación de clase mundial. Sin embargo, hace dos décadas sus encargados empezaron a preocuparse por la posibilidad de que la colección terminara por opacar la investigación y que el museo empezara a ser visto por el público como una mera colección de objetos. Para mantenerse vigentes, no sólo había que actualizar la infraestructura sino también mostrar lo que hacen y por qué es importante conservar e incrementar sus colecciones. A partir justamente de eso, surge la idea del Centro Darwin, que empezó a ser construido en 2006 por la oficina de arquitectos danesa C F Møller.

Aunque algunos medios anunciaron que en el centro se verían cerca de 20 millones de plantas e insectos, eso no es cierto. Lo que sí lo es, es que en los primeros cinco pisos del capullo hay 17 millones de insectos y tres millones de plantas, las colecciones más delicadas del museo, guardadas en salas oscuras, a 17 grados y en condiciones de humedad especiales para que se conserven por mucho años más.

Pero en la exhibición del Centro Darwin, los protagonistas son los científicos y no tanto los especímenes. Ahí uno puede ver los laboratorios nuevos, a los científicos trabajando y, en algunos casos, hasta se les puede preguntar qué están haciendo por micrófono. A lo largo de la muestra, por medio de videos, pantallas y mucho recurso interactivo, los investigadores cuentan qué hacen, cómo y por qué. Entre las principales atracciones está, por ejemplo, Jan Beccaloni, quien transmite tanto entusiasmo por lo que hace, que uno hasta le perdona que tenga un cargo tan inquietante como curadora de arácnidos del museo.

Seguir el recorrido es fascinante y despierta al pequeño científico que todos llevamos adentro. Pero la exhibición tiene éxito también en otro sentido: cambia la percepción del Museo de Historia Natural desde un lugar que almacena y exhibe cosas del pasado a uno que está generando conocimientos a la vista de todos. La investigación y sus autores ahora son parte de la colección y están en la vitrina.

*Periodista residente en Londres

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