Por Sebastián Soto V. Agosto 13, 2015

La influencia de quien ocupa el cargo de presidente de un tribunal colegiado puede ser medida de diversas formas. Una de ellas dice relación con la capacidad que muestra para unir tras sus declaraciones y fallos al resto de los integrantes de ese tribunal.  

Es eso lo que investigó Cass Sunstein, académico de la Universidad de Harvard y prolífico autor (Unanimity and Disagreement on the Supreme Court). Tomando todos los fallos de la Corte Suprema de EE.UU. desde 1800 hasta el año 2013, analizó las veces en que las votaciones de esa corte habían sido divididas y aquellas en que las sentencias eran unánimes. Los datos muestran que hay un año específico en que se rompe una regla no escrita para aproximarse a las decisiones: 1941. En los casi 150 años que corren entre los primeros fallos de la Corte Suprema y ese punto de quiebre, la gran mayoría de los casos se decidía unánimemente: la era del consenso le llama Sunstein. Tras ese año, se inicia la era de “las oficinas independientes”, donde la Corte Suprema muestra una intensa división con una enorme cantidad de fallos decididos tan sólo por un voto.  

¿Por qué ocurre esto? Sunstein aventura que la razón está dada por el rol que jugaron quienes, al inicio de las respectivas eras, ocupaban los cargos de presidentes de la Suprema Corte. El primero, el juez Marshall, requería legitimar el rol de la corte, por lo que trabajó intensamente en cada uno de sus fallos para lograr la unanimidad. Y es así como la biografía de Marshall muestra a un juez sagaz, persuasivo —y no a un jurista intransigente—, capaz no sólo de instalar a la Corte Suprema en un lugar respetado por todos, sino que también de influir a su generación y a las siguientes en la importancia del consenso. Por su parte, en 1941 llegó a la presidencia de la Suprema el juez Stone, quien, con miras a fortalecer sus propias posiciones, redujo la importancia de este acuerdo informal para promover el contraste de ideas. Ambos, concluye Sunstein, marcaron la cultura jurídica de los futuros jueces y la forma de decidir los casos.

El planteamiento es sugerente. No cabe duda que quien lidera un tribunal colegiado juega roles de importancia; pero que pueda marcar la cultura jurídica futura por tanto tiempo es una idea más difícil de comprar. Aún así, pareciera que muchos de quienes llegan a ocupar esos cargos tratan de hacerlo usando la exposición que les da su cargo. En Chile, el perfil que ha cultivado el juez Sergio Muñoz es tal vez un intento de ello. Pero mejor que eso, es el ejemplo del juez John Roberts, presidente de la Corte Suprema de Estados Unidos desde 2005. Llegó a presidirla como el más joven de todos los integrantes de este tribunal, con la idea de generar más decisiones unánimes y actuar de modo prudente en sus fallos. Por eso, en su audiencia de confirmación en el Senado sostuvo que buscaría una jurisprudencia caracterizada por su “modestia y humildad”, agregando que “los jueces son como árbitros; ellos no hacen las reglas. El rol de un árbitro y de un juez es clave. Ellos se aseguran que todos jueguen respetando las reglas. Pero es un rol limitado. Nunca nadie va a un partido de fútbol a ver jugar al árbitro”.

Si Roberts ha cumplido su objetivo en esta última década, es una materia abierta al debate. Lo destacable, al menos, es que su intención está muy clara: los jueces no son jugadores del juego de la política. Y ello los debe restringir en sus fallos y en sus declaraciones públicas. 

Relacionados