Por Sebastián Soto Velasco, desde Boston Junio 18, 2015

La visita de la presidenta Bachelet al Papa Francisco nos recuerda, una vez más, el debate sobre el rol de la religión en la vida en sociedad. Algunos casos recientes de Estados Unidos muestran espacios de integración y conflictos que nacen de los límites que se imponen a políticas estatales en razón de la libertad religiosa.

Gregory Holt, también llamado Abdul Muhammad, cumple condena en una prisión de Arkansas. Hace poco su caso llegó a la Corte Suprema de EE.UU., que falló a su favor. No se discutía su castigo a cadena perpetua por ingresar a la casa de su ex novia y asesinarla. El asunto que concitó el apoyo unánime de los jueces fue, en términos simples, su barba y su religión. Algo similar se decidió hace dos semanas. Ocho de los nueve jueces de la Corte consideraron que era inadmisible que un empleador no contratara a una joven musulmana por usar un velo islámico.

La sentencia del primer caso favorece a Holt, quien es musulmán y cree que su fe lo obliga a no cortarse su barba. Eso es lo que ha hecho desde hace años. Sin embargo, políticas penitenciarias en Arkansas exigen que los presos no tengan una barba de más de 2,5 cm. Invocan para ello razones de seguridad –podrían esconderse agujas o chips–; de control –si presos con barba escapan y luego se la cortan, será más difícil reconocerlos y volver a capturarlos–; y de sanidad. La Corte, en cambio, consideró que la obligación de cortarse la barba que se imponía a Holt le impedía practicar su religión y por ello debía modificarse. No importó, como alegó la autoridad, que el preso pudiera cumplir sus obligaciones religiosas a través del ayuno o que tuviera a su disposición una alfombra de oración. Lo relevante es que si su religión le impedía cortarse la barba y no había razón suficiente para negarlo, como estimó la Corte, el Estado debía respetar ese mandato religioso.

El segundo caso se decidió este mes. Hace algunos años, cuando la joven musulmana Samantha Elauf tenía 17, postuló a un trabajo en una tienda de ropa juvenil. En la entrevista, a la que se presentó en bluejean, polera y con un velo islámico negro que usa desde los 13 años, no hubo indicio alguno de que su vestimenta podía traer alguna complicación. Más tarde, por un amigo, supo que no había sido aceptada porque en esas tiendas no se autorizaban ropa negra, gorros ni nada que cubriera la cabeza. Era política de la empresa que sus vendedores se adecuaran a una “estética del buen gusto”. Con este antecedente, Samantha demandó a la empresa por discriminarla por motivos religiosos y la Corte Suprema le dio la razón, sosteniendo que el empleador no sólo tenía prohibido discriminar por tales motivos, sino que también debía dar paso a las necesidades que requerían las prácticas religiosas.

Ambos casos se suman a otros ya fallados el año pasado donde la Corte de EE.UU. mayoritariamente ha apoyado que las convicciones religiosas deben ser resguardadas y que las leyes deben respetarlas y procurar su defensa. Y ello no protege únicamente a individuos, sino que también a corporaciones. Es por eso que determinó que un concejo municipal puede iniciar sus reuniones con una oración y, en el caso más polémico, que una empresa de productos para manualidades –Hobby Lobby– de propiedad de una familia comprometida con una iglesia, no podía ser obligada por el Estado a entregar a sus trabajadoras métodos de control de natalidad abortivos.

Son casos que muestran el eterno dinamismo de la relación entre Dios y el César.

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