Por Marcela Escobar Junio 11, 2015

Bruselas fue, hace unos días, sede de la VIII Conferencia sobre Femicidio. Reunió a representantes de organizaciones sociales de la Unión Europea, Latinoamérica y el Caribe. Hablaron de violencia contra la mujer, de explotación sexual, de desapariciones. Dijeron que los estados han sido ineficientes. Que poco se ha avanzado desde la anterior conferencia, efectuada en 2013 en Santiago de Chile.

Casi simultáneamente, en varias ciudades de Argentina, decenas de miles marchaban para visibilizar un dato: 277 mujeres fueron asesinadas en 2014 al otro lado de la cordillera. Sus muertes, tipificadas todas como violencia de género. La convocatoria tuvo a los medios, a ministros, a políticos y a artistas levantando el lema “Ni una más”, titular obligado por esos días en diarios y noticieros trasandinos.

Acá, en tanto, casi un centenar de personas marchó, también, exigiendo que no hubiera ni un femicidio más. Apenas un centenar. Se organizaron a pulso, sin mucha repercusión en redes sociales. Ningún líder de opinión se sumó a la convocatoria. Llegaron hasta La Moneda sosteniendo globos violeta. Algunas mujeres se tendieron en el piso para representar a las que habían muerto. Las imágenes de ese día muestran a varios peatones observando, sorprendidos como quien ve una acción de arte.

Chile también tenía un dato que constatar: en los últimos diez días de mayo fueron asesinadas nueve chilenas. En la lista figuraban una madre y sus dos hijas. Una embarazada de ocho meses. Una niña de 14 años.

Junio sumó otra más: una mujer que vivía sola en su casa de Lo Barnechea.

Soledad Rojas, de la Red Chilena contra la Violencia hacia las Mujeres, declaró luego de la marcha de Santiago: “Lo más alarmante es la impasividad social. Pareciera que no es un tema relevante”. Si revisamos las fotografías de la marcha, habría que decirle a Soledad que lamentablemente tiene razón. Que fueron pocos ese día en las calles, que la mayoría de los que marchó hasta La Moneda eran mujeres, que los hombres miraban distantes, sin hacerse cargo. Pero habría que decirle, también, que ella y los demás marcharon no sólo para reclamar por las que murieron, sino por las que, a diario, soportan el machismo que se esconde detrás de esa violencia y de esas muertes. Un machismo ejercido por costumbre, inyectado en la crianza, alimentado por el chiste, por la publicidad, por las convenciones sociales. Que se cuela en los patios de los colegios donde las niñas reciben comentarios de parte de niños de su edad por ser gordas, por tener vellos en la cara o espinillas. Que reprime a las adolescentes que deben alargar sus uniformes para no tentar a ningún desprevenido, el que no podrá contener su impulso de manosearlas en la micro o en el metro. Que obliga a las mujeres a renunciar al escote porque es evidente que así están enviando un solo mensaje: estoy disponible para tener sexo con cualquiera, aquí y ahora.

Un machismo que convierte a las mujeres en culpables y a los machistas en arrepentidos. El que mató a su esposa y a sus dos hijas porque estaba celoso; el que arrojó al río a la embarazada porque no quería reconocer a ese niño; el pololo de 17 años que apedreó hasta matar a la muchacha de 14; el novio que ahorcó a la mujer que vivía sola en Lo Barnechea. Todos, arrepentidos. No querían hacerlo. No supieron cómo ocurrió.

Con cuántas más dirán lo mismo.

Relacionados