Por Raphael Bergoeing, CEP y Universidad de Chile Junio 11, 2015

Hoy todos comparten la necesidad de aumentar la productividad en Chile. Y es que si nuestra eficiencia agregada fuera la de Estados Unidos, nuestro PIB per cápita anual pasaría desde los US$ 23 mil actuales a US$ 40 mil. Preocupa además la tendencia que ésta ha seguido en el tiempo: durante los años 90 la productividad explicó 4,7 puntos porcentuales de crecimiento por año; durante la década, 1,4 puntos porcentuales; y el año pasado, -0,5%.

Cuando la productividad aumenta, el nivel de vida posible y las opciones para mejorar el bienestar de la población también lo hacen. Con el mayor producto crece el  acceso a más y mejor educación y atención médica; a infraestructura, como carreteras, puentes y puertos; e incluso a un mejor medioambiente. Además, en las economías más productivas las nuevas tecnologías se desarrollan y adoptan con mayor facilidad, los trabajadores acceden a mejores salarios y oportunidades laborales y los costos son menores, los precios más bajos y la calidad y variedad mayores, beneficiando a los consumidores.

Pero la tarea es compleja, porque aunque la receta es conocida, los ingredientes son difíciles de conseguir.

Para mejorar la productividad, ante todo necesitamos más competencia y flexibilidad. Lo primero fuerza una asignación óptima de recursos, lo segundo permite que los mercados se ajusten.

El problema es que los beneficios de las políticas para mejorar la competencia y aumentar la flexibilidad típicamente se materializan en el largo plazo, superando el horizonte relevante para un gobierno en ejercicio. Más complicado aún, por lo general estas políticas tienen costos en lo inmediato, imponiendo a empresas y trabajadores cambios que asustan y duelen. Ello exige enfrentar a grupos que buscan bloquear estos cambios, si bien legítimamente, en desmedro del interés general.

Y hay una dificultad adicional. La evidencia académica reciente muestra que estas políticas para impulsar la productividad son complementarias, es decir, se potencian entre sí. En un estudio por aparecer en The World Bank Economic Review, coescrito con Norman Loayza y Facundo Piguillem, encontramos que cerca de la mitad de la contribución de las reformas pro mercado a la eficiencia agregada resulta de la interacción positiva entre ellas.

Un caso obvio es el del emprendimiento. Eliminar las fallas de mercado y barreras burocráticas que encarecen el inicio de un negocio poco aportará si no hay suficiente adaptabilidad laboral o si el costo de cerrar, en caso de fracasar, es demasiado alto. En este ejemplo, tener una buena ley de quiebras es igualmente necesario. O en el caso del comercio internacional y la infraestructura, de poco sirve para los exportadores disponer de carreteras modernas si los puertos no lo son.

Así, un Estado en muchas dimensiones institucionalmente precario y presupuestariamente restringido, al actuar con prudente parsimonia, en este caso se transforma en una barrera más para conseguir buenos resultados. Porque a los limitados recursos se suma un sistema de evaluación social de proyectos que no considera las externalidades positivas de reformar conjuntamente.

Con todo, una estrategia pro productividad exitosa requiere reformas de largo plazo y simultáneas. Lamentablemente, el cambio constitucional de 2005 redujo el período presidencial a cuatro años, sin reelección inmediata. Hoy es más difícil para un gobierno en Chile implementar buenas políticas económicas de largo plazo.

Por ello, para avanzar se debe separar el ciclo político del económico en lo sectorial, tal como han permitido, en el ámbito macro, la regla fiscal estructural y la autonomía del Banco Central. La creación de una institucionalidad que permita evaluar estos proyectos en su conjunto y con un horizonte de implementación que vaya más allá del gobierno de turno es nuestro principal desafío para alcanzar una mayor productividad.

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