Por Iván Poduje, arquitecto, socio de Atisba Abril 1, 2015

¿En qué momento Chile se transformó en un Estado de Catástrofe? Muchos  piensan que el problema partió con los terremotos que desde la Colonia han  tumbado y obligado a levantar varias veces nuestras principales ciudades.

Sin embargo, estas catástrofes sirvieron para avanzar y modernizar instituciones, leyes y reglamentos. De hecho, la gloriosa Corfo nació para reconstruir el país luego del terremoto de Chillán de 1939, y esta misma tragedia dio origen a los planes reguladores y las leyes de urbanismo y construcciones que nos rigen hasta hoy.

Los terremotos de 1960 y 1985 fueron dramas nacionales, pero también oportunidades para testear y mejorar diseños estructurales y las normativas antisísmicas, y gracias a ello Chile es uno de los países más resistentes y seguros del mundo en esta materia, como se pudo comprobar el 27F.

También hemos tenido avances importantes en el control de inundaciones y temporales. En Santiago el torrente del Mapocho que hizo estragos por tres siglos, fue canalizado con obras públicas monumentales, que además de contener las crecidas, sirvieron para emplazar magníficos parques como el Forestal y el Gran Bretaña. Esta misma lógica se aplicó en Viña del Mar con los rellenos y roqueríos que protegieron a la ciudad de los temporales y que hoy son paseos costeros, o con la costanera que se construyó en Valdivia transformando su borde fluvial en uno de los espacios públicos más memorables del país. Más recientemente, la canalización del Zanjón de la Aguada impulsada por la Dirección de Obras Hidráulicas del MOP evitó que barrios completos se siguieran inundando con aguas servidas luego de cada temporal, y lo mismo ocurrió en la zona suroriente cuando se construyeron 150 kilómetros de colectores de aguas lluvias bajo las autopistas concesionadas.

Con esta historia hay dos cuestiones que podemos concluir de la tragedia del norte. La primera es que la naturaleza no es un animal indomable al que debemos someternos apelando solamente a la suerte. De hecho, si fuera por ello, no tendríamos ninguna ciudad en pie en las regiones afectadas por el terremoto de 2010.

Este destino trágico nos ha golpeado duro, pero ha servido para armar uno de los  registros históricos más completos sobre desastres naturales, lo que nos permite estimar desde el área geográfica que será afectada, hasta las medidas que deben tomarse para reducir su impacto.

Con esta información, oficinas públicas especializadas han elaborado mapas que identifican las zonas de riesgo por erupciones de volcanes, maremotos o deslizamientos de tierra, y se han diseñado proyectos para responder a estos requerimientos.

El problema es que estas obras no se han construido y los mapas de riesgos no han sido considerados para planificar nuestras ciudades y acá radica la segunda conclusión de esta tragedia: una parte del Estado sencillamente no ha hecho su trabajo para mejorar la seguridad de nuestras ciudades.

Esto no sólo se remite al norte. No olvidemos que Valparaíso ha sido azotado por tres incendios consecutivos que se iniciaron en el mismo sector, se propagaron hacia los mismos cerros y pese a todo ello, y a los discursos y delegados presidenciales; los damnificados han vuelto a construir sus viviendas en las mismas quebradas que fueron destruidas por el fuego.

Hoy la clase política apela a la solidaridad del chileno, focalizando su atención en los organismos encargados de controlar emergencias, en vez de pensar en como prevenir que estas ocurran. Así la Onemi ha pasado a ser el flanco de todas las críticas, y también la bala de plata para las soluciones, como ocurre con la educación cuando hablamos de inequidad o segregación social.

Es curioso que ello ocurra en un país considerablemente más rico que aquel que reconstruyó Chillán o canalizó el Mapocho. Quizás esta cercanía al desarrollo nos ha embriagado más de la cuenta, y ha volcado la agenda hacia “grandes temas” donde estas catástrofes parecen ser un mal recuerdo de nuestra historia de país pobre, con olor a barro y miseria.

También nos ha perjudicado el cortoplacismo con que se diseñan las políticas públicas y su sesgo economicista, ya que todo gran proyecto es mirado como un “elefante blanco” por un Ministerio de Hacienda que controla la billetera con mentalidad de caja chica y obsoletos mecanismos para medir el beneficio social de las inversiones públicas.

Los expertos en cambio climático han dicho que estos temporales ocurrirán con más frecuencia y dureza, así que no hay tiempo para lamentarse.  Es hora de dejar de lado la retórica con que se discuten los nuevos grandes temas y priorizar asuntos que aún constituyen necesidades básicas no resueltas para miles de compatriotas, como el derecho a vivir en barrios dignos, sin estar expuestos a perderlo todo por una lluvia fuerte o un incendio que se sale de control. Para eso no bastan las botellas de agua que se pueden recolectar en una campaña solidaria del sector Oriente de Santiago. Se requiere obras públicas de envergadura y planes reguladores donde el riesgo natural sea un factor que se exige con fuerza legal, y no sólo como la recomendación de un experto.

Y si somos optimistas, podemos pensar que estas acciones también pueden ser una oportunidad para mejorar nuestras ciudades, abriendo nuevos parques y paseos donde hoy existen quebradas, ríos o bordes costeros sin ningún tipo de control. Algo parecido a lo que hicimos con el Forestal y el Calle Calle, cuando todavía éramos un país pobre y subdesarrollado.

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