Por Diego Zúñiga Febrero 26, 2015

Qué grande y compleja suena la palabra “clásico” a veces. Qué antigua, qué tiesa, incluso. Algo intocable, diría. Basta pensar cuando éramos escolares y el profesor de Castellano nos explicaba que la literatura -la verdadera literatura- estaba encerrada ahí, en esos libros grandes y antiguos que nunca queríamos leer: novelas francesas, poemas alemanes, cuentos norteamericanos, las obras de Shakespeare, el Quijote y un largo y grandilocuente etcétera.

En medio de ese etcétera estaba -y sigue estando, sin duda- Moby Dick, de Herman Melville: esa novela-monstruo que no sólo nos atemorizaba por ese viaje al infierno que hacen los tripulantes del Pequod, sino también por sus más de 700 páginas, que a muchos nos parecían un lugar incómodo, abrumador, a ratos imposible.

No tuve la suerte -o la desdicha, según se mire- de leer Moby Dick en el colegio. En realidad, creo, no leímos casi ningún clásico, ningún libro de más de 300 páginas, porque el profesor había tirado la esponja con nosotros: apenas podíamos con novelas de 150 páginas y nos íbamos a aventurar con un clásico de aquellos. Y la verdad es que no lo culpo, porque es cierto: íbamos a empezar la novela, quizá con entusiasmo o con curiosidad, al menos, pero sin duda que la abandonaríamos a las pocas páginas, probablemente antes, incluso, de que Ismael se subiera al barco en busca de la ballena blanca y conociera al capitán Ahab, uno de los personajes más desconcertantes y misteriosos de la literatura universal.

No leímos Moby Dick, tampoco Madame Bovary y menos algunas de las novelas clave de Tolstoi y Dostoievski. Tampoco Shakespeare ni Cervantes. Pero insisto: no culpo a mi profesor, que en lugar de esos libros optó por novelas latinoamericanas del boom, con las que tuvo más suerte. Quizá lo único que se le puede reprochar es no habernos contado cuán contemporáneos eran Melville y Flaubert, cuán entretenidos, incluso, aunque aquello nos hubiese parecido casi imposible en ese tiempo, cuando creíamos que sólo nos podía interesar lo que estuviera vivo. Y, efectivamente, ahí está el error: enseñar a los clásicos como si estuvieran muertos, cuando en realidad un clásico es todo lo contrario: es un libro que nunca deja de ser actual, que nunca deja de interpelarnos, que en cada lectura se convierte en un libro nuevo, sorprendente.

Y pienso en todo esto a propósito de la reedición de Moby Dick, que acaba de llegar a librerías chilenas, en una edición hermosa a cargo de Hueders y Sexto Piso, con ilustraciones del mexicano Gabriel Pacheco -de una belleza innegable- y con traducción del español Andrés Barba, que se deja leer con absoluto placer. Porque eso es lo que produce la lectura de Moby Dick: un placer adictivo y la confirmación de que fue una novela clave para los que escribieron después, porque acá no sólo está tratado el tema del Mal de forma brillante -y que influenció, indudablemente al Cormac McCarthy de Meridiano de Sangre o al Bolaño de 2666, por citar algunos ejemplos contemporáneos-, sino también por la voz de Ismael, quien cuenta esta historia de terror: un narrador disgresivo, un narrador contemporáneo, que es dueño de la historia, que se detiene, que avanza, que nos adelanta información: un narrador autoconsciente.

“Las construcciones pequeñas suelen ser acabadas por sus primeros arquitectos, pero las grandes, las auténticas, siempre dejan trabajo a la posteridad”, escribe Melville en un momento, dejando en claro que sabía que Moby Dick iba a ser una obra maestra. Un clásico. Un libro que nunca llegamos a entender del todo y que por eso resulta inacabable. Una novela de aventuras, un relato épico, ambicioso. Un lugar donde podríamos quedarnos a vivir.

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