Por Evelyn Erlij, desde Berlín Febrero 19, 2015

En la década del 70, casi veinte años antes de la caída del Muro de Berlín, la reunificación alemana comenzó a tramarse desde las butacas de un festival de cine. La Berlinale derrumbó entonces las fronteras ideológicas e incluyó en su competencia películas del Este comunista para dar una señal de que el arte tiene luchas políticas distintas a las de los Estados. En 1970, la selección del filme antibélico O.K., del alemán Michael Verhoeven, ya lo había dejado en claro: mientras la guerra de Vietnam aún ensangrentaba el Sudeste Asiático, la cinta retrataba a cuatro soldados estadounidenses que torturaban, violaban y asesinaban a una joven vietnamita. El director del jurado, el también estadounidense George Stevens (director de Gigante), pidió indignado que retiraran la cinta de competencia. En respuesta, los directivos del certamen presentaron su renuncia y el festival terminó sin premios ni ceremonias.

Este 2015 no hubo dramas de ese nivel, pero sí hubo gestos valientes en nombre del cine como arma política; una costumbre que Berlín -al igual que Cannes- ha adoptado como principio cardinal de su filosofía. La gran prueba fue el Oso de Oro a la película Taxi, de Jafar Panahi, condenado por el Estado iraní a arresto domiciliario y a 20 años sin filmar por supuesta propaganda contra el régimen islámico. La cinta, tercer trabajo clandestino del director, muestra a Panahi conduciendo un taxi por Teherán y conversando con pasajeros sobre los problemas de la sociedad iraní, desde el trato desigual a la mujer hasta las restricciones para hacer cine, entre las que están la prohibición del uso de corbata en los personajes buenos, el “realismo sórdido” y el contacto entre hombres y mujeres.

Taxi se sostiene en un juego entre ficción y realidad que sortea con ingenio una censura artística contra la cual la Berlinale batalla desde sus inicios, en 1951. En esa línea, y en los tiempos que corren, el Oso de Oro fue un acto político firme en días en que la libertad de expresión se ha convertido en la bandera de lucha de Occidente contra el terror religioso. Ahí está también el Oso de Plata que recibió el filme chileno El club, en el que Pablo Larraín expone la protección de la Iglesia a los curas culpables de crímenes; una muestra más de que los festivales clase A son la gran ventana mediática para visibilizar los temas de los que nadie quiere hablar.

Pero la Berlinale también tomó sus propios riesgos estético-políticos: la inclusión de estilos usualmente desplazados de las grandes competiciones, como el ensayo-documental de Patricio Guzmán (El botón de nácar) o la cinta experimental -a nivel estilístico- Victoria, filmada en una sola toma de dos horas, demuestra el carácter valiente de un festival que, a diferencia de Cannes -donde también son comunes los premios políticos-, nació en una ciudad que  fue un hervidero de subculturas, de revueltas morales y de experimentación artística que permearon el espíritu del certamen.

“Queremos contribuir al entendimiento internacional”, afirmó su director, Dieter Kosslick, hombre que ha expandido los horizontes de un festival que incluso cuenta con una sección de cine indígena. Pero abrir nuevas perspectivas no pasa sólo por instalar temas de sociedad. También implica ampliar las definiciones de lo que es el cine: mientras Cannes sigue petrificado ante esa revolución que son las series -la gran amenaza del séptimo arte, para algunos-, Berlín le abrió sus puertas con la creación de un espacio en su mercado. Esa es la prueba de que un gesto político es más que defender un cine comprometido, algo que, a fin de cuentas, hacen todos los festivales. Es también tomar riesgos estéticos y trasgredir los límites establecidos.

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