Por Francisco Sagredo B.,desde Londres Febrero 5, 2015

El pasado sábado 31 me tocó ir al fútbol como un hincha más, y fue un verdadero privilegio: en Inglaterra, la calidad de la organización de los eventos futbolísticos está a la misma altura que la de cualquier espectáculo masivo. Además, se trató del duelo entre el Chelsea de José Mourinho y el Manchester City de Manuel Pellegrini, un partidazo en un escenario impactante como Stamford Bridge. Un duelo que tuvo una audiencia superior a los 700 millones de telespectadores en todo el mundo.

Más allá del empate a un tanto, lo más impactante del panorama fue comprobar que los años pasan y en Chile seguimos muy lejos de entender lo que la Liga Premier, la más atractiva del mundo, definió hace mucho rato: el fútbol es un espectáculo que se rige con los códigos de la entretención, los clubes actúan como responsables absolutos del evento y los hinchas son tratados como clientes, con derechos claros y obligaciones,  dejando de lado aquel discurso “tribunero” de la pasión, que tanto venden por acá para justificar la total ineficiencia en el montaje de los partidos de la competencia local, generando violencia, caos y la permanente sensación de inseguridad.

Ese sábado en el céntrico barrio de Chelsea montó su tradicional fiesta, con Stamford Bridge como la catedral de un peregrinaje que comienza en los alrededores del recinto. Ahí, horas antes del pitazo inicial, la organización profesional del  espectáculo parece de otro planeta comparado a  nuestra comarca.

Los clubes en Inglaterra, cuando ofician de local, tienen la obligación de invertir en seguridad y logística acorde a los millones que perciben por ser parte de una actividad remunerada. A medida que uno se va acercando al estadio, el número de guardias privados aumenta de manera importante. Los policías son minoría en comparación a los efectivos contratados por el club. Se trata de un evento privado, es decir, su organización y costos son de responsabilidad privada también.

En los accesos, la inversión millonaria también se nota: al menos ocho torniquetes electrónicos por puerta, todos con sensores para comprobar la autenticidad de los boletos, y una docena de stewards por puerta.

¿Quién paga? Lógicamente los clubes, obligados a cumplir con el estricto cuaderno de cargos impuesto por la autoridad política, con el apoyo de la federación local.

Ya adentro de Stanford Bridge, en la tribuna popular destinada a los hinchas visitantes, el nivel de seguridad y organización del que gozan los espectadores es el mismo que en el perímetro del recinto.

Adentro, la probabilidad de alguna pelea es mínima. La legislación deportiva británica impone severas penas, las que parten por la prohibición para ingresar a los estadios (los condenados deben presentarse en la comisaría en el horario del partido so pena de desacato) hasta la cárcel.

¿Es tan difícil copiar el modelo acá en Chile? Parece imposible sin la voluntad política para enfrentar la desidia de la ANFP y los clubes a la hora de asumir la responsabilidad total del espectáculo.

El país de los hooligans, íconos de la violencia en los estadios, fue capaz de terminar con el problema.

No queda otra que sentir envidia, a menudo por televisión y, en extraordinarias ocasiones, en vivo y en directo.

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