Por Enero 22, 2015

Se ha planteado una controversia en la forma de apreciar el ataque a Charlie Hebdo. Unos solidarizan con la revista bajo el lema “Yo soy Charlie”, mientras otros salen al paso y replican “Yo no soy Charlie”. Los primeros señalan que el atentado es un asalto inaceptable a la libertad de expresión, de la cual los periodistas y dibujantes asesinados constituyen el mejor símbolo debido a su humor ácido e iconoclasta. Aunque también condenan la violencia terrorista, los segundos no se sienten representados por la manera en que las víctimas del atentado utilizaron dicha libertad, y  no están dispuestos a erigirlas en ejemplos dignos de imitar.

En la raíz de esta divergencia se encuentra un debate que ha cobrado fuerza a medida que se desdibuja la noción de que los derechos conllevan responsabilidades y se absolutiza el ejercicio de algunas libertades. El humor al que echa mano Charlie Hebdo pone en cuestión esta encrucijada.

Resulta obvio que una publicación así no existiría en culturas o sistemas donde el desafío a la autoridad y lo sagrado no está permitido. Charlie Hebdo sólo es posible en una sociedad occidental que ha llegado a la modernidad montada sobre una tradición que protege los derechos de la persona, entre los que la libertad de expresión ocupa un lugar clave. La crítica mordaz es una de las herramientas disponibles en este sentido, y nadie cuestiona el derecho de quienes la ejercen, pese a que su contenido puede resultar muy molesto para algunos. Entendida así, la labor de publicaciones como Charlie Hebdo constituyen  un aporte al debate.

El punto central no es, entonces, si esa revista y su sátira tienen lugar en sociedades modernas, pues la respuesta es un rotundo sí. La pregunta es si Occidente debe identificarse con ella al extremo de afirmar “Yo soy Charlie”. La respuesta puede sonar ambivalente: la cultura occidental permite la existencia de publicaciones así, pero no debería estar orgullosa de su contenido. Charlie Hebdo no es lo mejor de Occidente.

El supuesto diálogo que propone la revista constituye un tipo patológico de comunicación: sólo busca la satisfacción del emisor y de los que piensan como él, sin consideración sobre la dignidad y las creencias de aquel que es objeto de la sátira. Para que una comunicación sea efectiva, debe considerar al otro, ponerse en el lugar de él. De lo contrario, no es diálogo, sino un monólogo impuesto en el que se rebaja al otro. La palabra utilizada así no es un instrumento de comunicación, sino una herramienta para el abuso de poder.

Quien monologa de esta manera a través del humor está usando su libertad para expresarse. Sin embargo, comete una injusticia cuando lo hace a costa del otro, desvinculando el ejercicio de su derecho de la responsabilidad que acarrea usar dicha garantía. Aunque es inevitable -incluso quizás necesario- que la crítica satírica genere daño o molestia, es deber de quien los causa operar con prudencia, tratando de minimizarlos o, al menos, infligirlos sólo cuando es imprescindible. Hacer lo contrario sería actuar de forma cruel.

Por eso puede decirse que el “humor” de Charlie Hebdo no es tal. El verdadero humor no busca reírse del otro, sino hacer reír a otros. No pretende la satisfacción de un impulso egoísta para mostrar superioridad. Justo al revés: como dice el filósofo alemán Josef Pieper, hay “una secreta correspondencia entre humildad y humor”. Por eso, lo que hacen en la revista francesa a menudo es más parecido al bullying: aprovechan los privilegios de que gozan en una sociedad que garantiza el derecho a expresarse a los que juegan en el margen, y empuñan el lápiz y el pincel para la agresión burlona.

El “humor” de Charlie Hebdo es prácticamente imposible de detener en una sociedad sustentada en la interpretación hoy predominante de los valores occidentales. Visto así, inevitablemente somos Charlie. Pero también es cierto que la revista a menudo mal utiliza la libertad de que dispone y que la sociedad no perdería mucho si no existiera. En ese sentido, no queremos ser Charlie. Entonces, ¿somos o no somos?

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