Por Daniel Mansuy, director ejecutivo IES Diciembre 30, 2014

¿Cómo pensar la izquierda en el siglo XXI? Esta pregunta es el eje del magnífico diálogo epistolar -publicado recientemente en forma de libro- entre Jacques Julliard y Jean-Claude Michéa (La gauche et le peuple, 2014). Julliard, destacado historiador, fue por años uno de los intelectuales orgánicos del socialismo francés (entre otras actividades, dirigió Le nouvel observateur). Michéa, por su parte, es un intelectual proveniente de la tradición marxista y agudo crítico de la izquierda liberal.

La tarea indispensable de pensar la izquierda está atravesada por dos dificultades mayores, que constituyen el hilo del diálogo. Por un lado, en los países europeos las clases más desfavorecidas han dejado de votar por la izquierda, y prefieren las alternativas de extrema derecha. Esto es bien grave para la izquierda: supone que ella ha abandonado su vocación original de defensa de los más débiles, optando por representar a los burgueses urbanos (que los franceses llaman bobos). Pero ¿qué sentido tiene un socialismo que no se interesa por el pueblo? La segunda dificultad, tanto o más compleja, tiene que ver con lo siguiente: la izquierda está desorientada frente a una globalización liberal que parece irresistible, oscilando frente a ella entre dos registros igualmente inútiles, resignación e indignación.

Las respuestas de Julliard y Michéa sorprenden tanto por su originalidad como por su erudición.  Para Michéa, el problema central de la izquierda reside en la asunción de una agenda cultural libertaria que la termina comprometiendo con el liberalismo económico más exacerbado, pues ambos comparten una antropología común: todos los límites -sean morales, religiosos o culturales- deben ser derribados. Michéa culpa de esto al progresismo filosófico que sedujo a Marx: quien piense que todo lo nuevo es, por definición, un progreso, no podrá oponerse al liberalismo económico. Dicho de otro modo, en la medida en que liberalismo moral y económico destruyen alegremente aquello que Orwell llamaba la decencia ordinaria, la izquierda no podrá salir de su laberinto. La sugerencia es poco alentadora: la burguesía está condenada a traicionar al pueblo, en cuanto no le interesa preservar los modos de vida indispensables al proyecto socialista.

El juicio de Julliard es un poco más moderado, pues piensa que la alianza entre la burguesía y el pueblo es constitutiva de la izquierda. Por tanto, hay que esforzarse por restituir ese vínculo que la modernización ha disuelto. Para Julliard, es difícil que el pueblo sea por sí sólo un agente político: necesita el apoyo de las capas medias para traducir sus demandas. Sin embargo, el camino de salida que sugiere no tiene nada de moderado: Julliard, inspirado en Proudhon, aboga por la nacionalización del crédito. Esta sería la única posibilidad de controlar un poder financiero que ya no tiene compromiso ni arraigo alguno con la comunidad. El consejo podrá parecer excéntrico, pero es útil para meditar sobre las dificultades crecientes entre política y economía.

De más está decir que ambos autores son pesimistas respecto del futuro de nuestra economía globalizada que, según ellos, está destinada a producir desastres sociales y ecológicos, y que sólo una izquierda auténtica podría intentar controlar. La condición, eso sí, es que vuelva a pensarse intentando recuperar su vocación original de protección a los débiles. Puede pensarse que los problemas de la izquierda chilena, más allá de la retórica altisonante, no son muy distintos.

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