Por Alberto Fuguet, escritor y cineasta Octubre 30, 2014

El slogan de este año de Filsa es “Santiago está lleno de autores”. Decenas de carteles y letreros y flyers lo declaran de manera serial, y quizás sea cierto. Es cosa de ir a mirar los distintos stands o mirar el listado de presentaciones. Al parecer es cierto: Santiago está tan lleno de escritores como de hipsters y de ciclistas. Sólo hay un problema: si todos somos autores, ¿dónde están los lectores? ¿O es que nos leemos entre nosotros? ¿Acaso esto no es un síntoma de endogamia? Curioso slogan: “Santiago está lleno de autores”. ¿Sí? Y por qué no en vez algo quizás más pedestre, menos creativo, pero más aspiracional en el buen sentido de la palabra: Santiago está lleno de lectores.

Una semana antes que partiera Filsa, me tocó pasar por una feria del libro regional, la de Osorno, que no pretende ser más de lo que es y que se llena. Y al ser todo en escala reducida, se da un mejor uno-a-uno, y ahí uno capta que quizás Santiago está lleno de autores, pero a lo mejor Chile está lleno de lectores, y que para que ese slogan no suene a una prosa de un asesor de la ministra de Cultura, no es malo definir o revaluar lo que se entiende o lo que yo mismo entiendo por lector.

¿Qué es al final un lector? ¿Cómo es un tipo que lee y escribe todo el día?

En Osorno me tocó la suerte de conocerlo.

Sucedió así: me invitaron a “esparcir el evangelio” y tratar de convencer de los beneficios de leer a los chicos de III y IV Medio de un colegio subvencionado. Y esa tarde, entre lluvia y granizos, mezclados con sol y calor, me topé con la nueva generación lectora. Como era de esperar, leían los textos que les pedía el profesor con obligación y recurrían a El Rincón del Vago o Wikipedia para zafar.

Pero a medida que fuimos entrando en confianza y conversando, de pronto me topo con un chico llamado Nicolás, que tiene 17. Nicolás claramente no está interesado en los libros o en lo que estoy diciendo. Al presionarlo, me reconoce con hidalguía que no lee y que no le interesa demasiado. Me dice que “no es mina”, así que no engancha con Los juegos del hambre y la saga Crepúsculo. Una docena de chicas del grupo sí enganchan y ellas me cuentan que han leído las centenas y centenas de páginas de estas despreciadas sagas juveniles por su propio gusto e interés, algo que yo de inmediato celebro y felicito, y trato que Nicolás sienta algo de celos o envidia, pero no me resulta del todo.

Nicolás no es uno de aquellos que creen que la vida está en los libros, aunque reconoce que de chico leyó el primer Harry Potter, pero que el resto de la historia “la vio en la casa”. Lo curioso es que Nicolás parece el más despierto e inteligente y articulado y con recursos verbales, y de pronto siento que aquí algo no cuaja, o que hay gato encerrado, o que dos más dos no pueden dar cinco, así que decido seguir escudriñando la mente de este tal Nicolás, que al parecer ha vencido la batalla con el acné.

Le pregunto a Nicolás si de verdad no siente que se está perdiendo algo al no leer y, luego de pensarlo, me responde: la verdad es que leo todo el día. Y claro: no lee libros pero lee whatsapps y Facebook, y al estar todo el día en la red, lee y lee. Quizás no ficción, pero lee. Y luego me dice: en realidad, más que leer, lo que hago es escribir todo el día. ¿Usted también?

Decido presionarlo más y, en vez de humillarlo, opto por sumarme a su descubrimiento y le digo: “No, Nicolás, no escribo todo el día, quizás acá el verdadero autor eres tú”, y eso provoca risa y Nicolás se siente el rey de la clase. Ya más cómodo, Nicolás en su rol de autor-lector 24/7 se explaya y explica: escribe mails pero más que nada mensajes. La principal destinataria, por ahora al menos y de un tiempo a esta parte, es su polola, y me dice que en parte la sedujo por WhatsApp, y ahí capto que Nicolás y sus pares son capaces de usar el lenguaje no sólo de una manera básica (“te veo a las 8, wn”), sino para consumar lo que ahora se llama sexting o quizás algo mucho más complejo: usar el lenguaje para articular intimidades y revelar sentimientos, y hacer que otro ingrese o comparta un sentimiento, una erótica, una forma de ver el mundo.

¿Es Nicolás un autor? Es poco probable, pero claramente es un tipo que usa y necesita y se aferra al lenguaje. Pertenece a una generación que está conectando y entendiendo el mundo a través de narraciones, de imágenes que no paran, de textos de todo tipo, y del lenguaje no como un placer o un extra, sino como la herramienta básica. Que sus compañeras lean, con goce, sagas de miles de páginas no es algo que deba molestar, sino más bien envidiar. Y para alguien como yo, que a los 17 años no sólo leía poco sino casi no escribía (escribir qué: ¿cartas? Muy pocas y a mano, o más bien unas postales durante un viaje), el hecho de enfrentarse a alguien como Nicolás que me insinúa que por qué me atrevo a pedirle que lea cuando no hace otra cosa, tiene algo de estremecedor. Y de iluminador. Sobre todo cuando me cuenta, como yapa, que se la pasa todo el día escribiendo.

Dejé Osorno lleno de esperanzas y con fe. Santiago, nos insisten, está llena de autores, pero la verdad es que el país está lleno de lectores y de gente que no para de escribir. Y eso -no me cabe duda- es la verdadera fiesta literaria, y un triunfo no menor, y una inmensa oportunidad para aprovechar quizás la primera generación cien por ciento alfabeta que ha circulado por estas tierras y este planeta. ¿Cómo se hace? ¿Qué se debe hacer? No lo sé, pero sí sé esto: hay un inmenso potencial de lectores, y el verdadero fomento y labor de las autoridades culturales no va por apoyar tanto a los autores sino a los futuros lectores, o a aquellos que leen otras cosas. Al despedirme, Nicolás se me acercó y me preguntó si yo podía recomendarle un libro. Le recomendé varios.

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