Por Andrea Slachevsky, neuróloga Octubre 2, 2014

Mark Twain dijo alguna vez : “el hombre es el único animal que posee la religión verdadera -varias de ellas-. Es el único que ama a su prójimo como a sí mismo y le corta la garganta si su teología no es la correcta”. La actualidad muestra con crueldad la vigencia de su comentario.

En el libro In Gods We Trust: The Evolutionnary Landscape of Religion, el antropólogo Scott Atran expone que casi todas las religiones comparten ciertas características: la creencia de entes invisibles que crearon el mundo para los humanos, que los rituales pueden incitar a la benevolencia de estos seres y que almas conscientes viven después de la muerte del cuerpo. La existencia de un sistema de creencias casi universal, a lo largo de la historia, sugeriría que la propensión a las creencias religiosas son una consecuencia de las propiedades de nuestras mentes. Por ejemplo, tendemos a atribuir intencionalidad a fenómenos físicos. Se ha mostrado que tanto niños como adultos interpretan a puntos y formas geométricas en movimiento en una pantalla como seres con objetivos y motivaciones. También tendemos a ver relaciones causa-efecto en todo tipo de acontecimientos. Por ejemplo, un desastre natural resultaría de un sacrilegio o una maldición. La creencia en la vida después de la muerte es una solución a la angustia existencial que nos genera la llamada “tragedia de la cognición”: nuestra capacidad de proyectarnos en el futuro hace irrefutable la evidencia de la muerte. El instinto de supervivencia y el miedo nos hacen experimentarla como algo terrorífico.

Pero como lo muestran los neurocientistas Konika Banerjee y Paul Bloom en el artículo “Would Tarzan believe in God?”, el surgimiento de las religiones requiere además de un contexto cultural. Quizás Tarzán, aislado en su selva, no creería.

Ciertamente una cosa es creer y otra es ser un fundamentalista religioso.  ¿Qué explica que las religiones sean un terreno propicio al fundamentalismo?

Por una parte, según Atran, la supervivencia histórica de las creencias religiosas se debería en parte a que éstas se adaptan muy bien a nuestras angustias existenciales y sentimientos morales. Esto explicaría el llamado “problema del ratón Mickey”: ¿por qué nadie cree que Mickey exista fuera de la ficción ni mataría por él? Porque apela a emociones y responde a necesidades completamente diferentes. Por otra parte, la evaluación que hacemos de los costos y beneficios de nuestra conducta cuando están involucrados valores que consideramos sagrados, difiere radicalmente de aquella que involucra valores seculares. Dar la vida por causas nobles se considera  enaltecedor, darla por Mickey suena absurdo.

Paralelamente, los neurocientíficos Daniel Tranel y Erik Asp  propusieron un modelo neuroanatómico del proceso de la creencia y la duda: toda idea es considerada inicialmente como verdadera, pero existe un proceso de evaluación que desemboca en su validación o cuestionamiento. Se ha mostrado que un déficit del proceso de evaluación conduce a un aumento de tendencias fundamentalistas en pacientes con determinadas lesiones cerebrales. Ciertamente, sería absurdo y reduccionista inferir que el fundamentalismo puede explicarse por una disfunción cerebral, pero estos estudios sugieren la importancia del cuestionamiento en este campo.

¿Es posible una religiosidad sin fundamentalismo, aceptando otras creencias? Acudamos al humorista Pierre Desproges, que definía así al judaísmo: “Religión de los judíos, fundada en la creencia en un Dios único, lo que la distingue de la religión cristiana, basada en la fe en un solo Dios, y más aún de la religión musulmana, definitivamente monoteísta”.

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