Por Juan José Ossa Mayo 29, 2014

Sin duda que el libre mercado está cuestionado. En el camino, los empresarios han sido estigmatizados, pagando justos por pecadores. En efecto, la  mayoría son honestos, dan trabajo, son creativos e innovadores, asumen riesgos para competir en el mundo y, en fin, han sido clave para que el país esté en el umbral del desarrollo. Sin embargo, existe la sensación de que todos son malignos. Lo anterior, porque hay un puñado de “señores empresarios” que no merecen ser llamados ni señores ni empresarios.

Pero los empresarios en general también han contribuido a esta sensación. Primero, no siempre han sido capaces de condenar a quienes desprestigian el sistema. Y, segundo, no han comprendido qué significa que un mercado sea libre. En efecto, se cree que la libertad del sistema económico significaría que las empresas son libres. Pero los que deben ser libres no son las empresas, sino los mercados.

Un mercado libre es aquel en que los productores, distribuidores, proveedores, emprendedores, consumidores, en fin, todos los agentes que se desenvuelven en él, son libres de decidir si participan o no, se les paga a tiempo, cuentan con información para tomar sus decisiones y acceden a financiamiento sin letra chica, entre otros. Sólo en la medida que así ocurra, estaremos ante un sistema económico eficiente para asignar recursos escasos, y que permite que las personas puedan desarrollar sus capacidades en base a sus méritos y talentos.

A quien tenga dudas, que lea al padre del libre mercado. Adam Smith enseñaba que el intercambio de bienes y servicios debe ser honesto y deliberado, lo que supone reglas claras, igualdad de acceso a la información, transparencia y autoridades proactivas, entre otros. No en vano, ya en 1776 sostenía que la rapacidad lleva a que no haya reunión de empresarios que no pueda terminar en una conspiración, por ejemplo, para aumentar artificialmente los precios. Es claro que consideraba más relevante que los precios no aumentaran a que los empresarios obtuvieran ganancias. Le interesaban los mercados más que las empresas.

Por lo mismo, no debiera extrañar que los empresarios y políticos que creen en el libre mercado defiendan que existan ciertas regulaciones, que se perfeccionen algunos sistemas de control, que se proteja a los consumidores y que se combatan la excesiva concentración económica y los escándalos empresariales.

Por cierto, algunos lo han comprendido. Hay empresarios que se han desmarcado de sus asociaciones gremiales, otros participan de ellas con visión de futuro y, algunos, dedican tiempo a think tanks y a formar parte de organismos colegiados para corregir las fallas de los mercados. Pero el desprestigio ha sido rápido, por lo que la reacción también debiera serlo.

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