Por Marcelo Cicali, Bar Restaurant Liguria Abril 3, 2014

El mestizaje, sangriento y doloroso, nos dejó la cocina: un espejo cósmico donde la comunidad se encuentra. Los latinoamericanos nos hermanamos en forma de tamalito, empanada, cebiche o arepa. Por otra parte, el mestizaje nos heredó costumbres que hasta el día de hoy entrelazan historias sobre nuestras formas alimentarias. Por lo mismo, quizás donde mejor se pueda representar nuestra identidad es en la manera en que ha ido evolucionando la forma de comer.

En México, Brasil y Perú han sobresalido cocineros como Enrique Olvera, Álex Atala y Gastón Acurio; quienes no han tenido un rol de adorno en el paisaje cultural de sus países, sino que han articulado un discurso fuerte y claro como medio para encontrar un mensaje que habla de la fusión de los alimentos desde la diversidad cultural en el paisaje natural. En Chile, nuestro primer desafío es acercar al cocinero y al que come, porque el escenario actual del comensal es de completa soledad frente al contenido de la olla. Pareciera que el Estado y el mercado se han unido para que quien se enfrente a los alimentos entrelazados culturalmente sea inmediatamente aplacado por la edificación de memoriales. Así, el Estado favorece la transaccionalidad del comercio de los alimentos al no tener al frente a referentes sociales activos y actores sociales de la comunidad que defiendan el patrimonio gastronómico de nuestra cultura. Esto ha llegado al punto de que hoy los vecinos, ciudadanos o comunidad en general, pueden perfectamente comer un pescado frito en el puerto de Valparaíso sin saber que ese pescado es un Pangasius, capturado en un contaminado río del lejano Vietnam, pero que por su inclusión en el retail y por el bajo costo ha desplazado a la pescada (merluza) tradicional de las costas de Chile.

Es que acá nuestras comidas, hoy articuladas desde el poder, han perdido la fuerza mágica que tenían en otros tiempos. Durante la postdictadura, la comida chilena pasó de ser la comida de los ignorantes a ser la de los ignorados. ¿Quién más que los marginados y postergados podían nutrir a sus familias con los alimentos en sus características más propias de la territorialidad y la estacionalidad? Las ferias y los mercados de Chile, por tanto, han seguido siendo la base más pura de nuestras recetas. Allí se encarnan verdades puras.

Pero el panorama en Chile, aunque es desolador, está cambiando. Las escuelas de cocina se multiplican, las ferias de productos endémicos se organizan desde las comunidades; el Estado (primero con curiosidad y luego con atención) duplica año a año los recursos para proyectos con contenidos gastronómicos, y el mercado ha ido entendiendo la necesidad de cambio. Pero se necesita mucho más. Y aquí el cocinero es una unión (en forma humana y vestido de blanco) de los paisajes naturales y culturales que habitan un determinado territorio. Es el cocinero y su cocina quien busca las recetas perdidas de la comunidad para volver a poner sensatez y rumbo en la extraviada barriga cultural de la sociedad. ¿Por qué tiene que ser el mercado quien define qué y cómo comemos? Es el cocinero el que debe volver a poner en valor lo que se devalúa en el tiempo, el valor de nuestras comidas y su riqueza cultural. Se necesita redefinir el discurso alimentario del chef: que abandone las redes de poder y encabece un movimiento en ciernes que traiga de vuelta un recetario olvidado por obligación, una forma de ver lo alimentario, una manera de entrelazar mundos apartados con un hilo conductor. Una manera de pensar el pasado para construir futuro.

Es algo para tener en cuenta cuando este fin de semana la feria Ñam sirva en la mesa santiaguina algo más que sólo comida.

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