Por Marzo 13, 2014

Hace cinco meses, cuando Viktor Yamukovich, entonces presidente de Ucrania, anunció que renunciaba a firmar un convenio con la Unión Europea para privilegiar su alianza con Rusia, nadie previó que tantos trozos de historia se desprenderían en tan poco tiempo. Los hechos son conocidos: la declaración generó una ola de protestas en Kiev, que fue reprimida brutalmente. Más tarde, Yamukovich fue destituido y reemplazado por Oleksandr Turchínov. Vladimir Putin se negó a reconocer el nuevo gobierno, tomó el control militar de Crimea, y logró que se organizara un referéndum para definir si acaso Crimea sigue perteneciendo a Ucrania. A su vez, Estados Unidos y Europa se niegan a darle validez a esa consulta (prevista para el 16 de marzo), y han amenazado con todo tipo de sanciones. Sin embargo, todo indica que Putin parece inconmovible en su deseo de defender a todas las poblaciones rusófonas de Europa del Este, partiendo por Crimea.

El caso es complicado, y se resiste a cualquier simplismo. Es cierto que los argumentos rusos recuerdan al ambicioso Hitler de los años 30. También es innegable que los razonamientos de Putin suelen ser oportunistas, y que cambia de principios según van variando sus intereses. Pero el problema es más profundo: los occidentales tenemos enormes dificultades para comprender las motivaciones rusas. Se ha dicho que las acciones de Putin nos retrotraen a las lógicas del siglo XX, pero quizás haya que ir hasta el siglo XIX para entender sus coordenadas. En estricto rigor, Putin no alcanza a ser un nacionalista, porque -como bien ha recordado el historiador Alain Besançon- Rusia nunca ha sido una nación plenamente constituida. El sueño ruso es imperial, y por eso nunca ha tenido fronteras naturales: Putin está empeñado en rehabilitar a Rusia como un actor de primer orden en el concierto mundial, y para lograrlo está dispuesto a tensar y tensar las cuerdas. Por eso, sólo aceptará el vuelco de Ucrania si conserva su hegemonía sobre las zonas rusófonas, lo que implica una secesión. Recordemos que el año 2008 Medvedev aplicó una fórmula similar en Georgia, y no le fue tan mal: todas las amenazas de represalias occidentales terminaron esfumándose. ¿Cómo se enfrenta una voluntad imperial desde las cansadas naciones occidentales que apenas creen en sí mismas?

Por de pronto, se han cometido errores graves. Fue al menos imprudente, por ejemplo, poner a Ucrania en la situación de tener que elegir entre Rusia y Europa, sabiendo que el país contiene esas dos almas. Más sensato hubiera sido integrar a Rusia en ese acuerdo, para que todos los intereses fueran resguardados. Tampoco tienen mucho sentido las amenazas, que no podrán cumplirse del todo: por un lado, Alemania es demasiado dependiente de la energía rusa y, por otro, el apoyo de Putin es clave en Medio Oriente.

El pacifista Marcel Déat escribió en agosto de 1939 un célebre artículo: “¿Es necesario morir por el puerto libre de Danzig?”, en alusión a la zona pretendida por Hitler. El desequilibrio actual se produce porque hoy la pregunta ni siquiera se formula: a diferencia de Rusia, Occidente no está dispuesto a dar la vida por Crimea. Esta diferencia permite explicar cuán desarmados están Europa y Estados Unidos para enfrentarse a la Rusia de Putin, y también permite comprender cuán equivocado estaba Fukuyama, el discípulo de Hegel.

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