Por Sebastián Cerda, economista Marzo 6, 2014

En épocas turbulentas hay una verdad recurrente: mercados financieros que parecen ser muy seguros repentinamente dejan de serlo. Doce años después de la última crisis severa de emergentes, los activos de estas economías nuevamente se encuentran bajo ataque y tanto sus acciones como sus monedas y bonos acumulan grandes pérdidas. A pesar  de que la opinión pública mundial centra hoy su atención en la inestabilidad  política y económica de algunos países sumergidos en importantes  crisis (Ucrania), no es esto, sino que el freno repentino de la masiva entrada de flujos de capitales desde las economías ricas lo que ha generado las turbulencias. Y los problemas internos de algunos sólo las acentúan. El sesgo contractivo adoptado por la Reserva Federal de los EE.UU., a partir de mayo pasado, gatilló un  cambio en la tolerancia al riesgo de los inversionistas globales, quienes comenzaron a revaluar el atractivo de las inversiones en las economías emergentes de gran rentabilidad en el quinquenio previo. En efecto, a raíz de la crisis financiera mundial de 2008, las economías desarrolladas pusieron en marcha políticas monetarias excepcionalmente laxas y muchos mercados emergentes recibieron grandes entradas de capital barato, algo parecido al fenómeno que precedió crisis previas.  Pero no todo es eterno, y esto concluye a mediados de 2013, cuando los mercados emergentes de Asia y América Latina empiezan a experimentar fuertes reversiones en los flujos de inversión que abundantemente recibían en los años previos.

En cualquier caso, en la medida que los inversionistas logran discriminar países con papeles manchados, estos sufren considerablemente más que el resto. En un escenario de presión sobre los emergentes, la combinación de lento crecimiento y alto endeudamiento externo e interno puede poner en riesgo la percepción de que ese tipo de país sea capaz de cumplir con sus obligaciones, alimentando nuevas salidas de capital, depreciando más las monedas, aumentando la inflación y requiriendo de aún mayores ajustes negativos para el crecimiento. Es por esa razón que hoy en la región los que se encuentran bajo considerable presión son países como Argentina y Venezuela y no, por ejemplo, Perú o México. El mercado claramente ha castigado a esta clase de países. Desde mayo de 2013, punto de partida del ajuste monetario en los EE.UU., las monedas que en promedio más se deprecian son las de economías más fuertemente endeudadas con el exterior y con una situación fiscal más comprometida. En otras palabras, el mercado sí parece discriminar y Chile, que tiene una reputación de hacer bien las cosas, parece ser un candidato perfecto a diferenciarse del resto y ser menos afectado por la compleja situación internacional. Sin embargo, por alguna enigmática razón, ese no parece ser el caso de los activos chilenos. A pesar de que los mercados externos no desconfían de la capacidad de pago de nuestras obligaciones externas, la estabilidad política y social no parece haber sido impedimento suficiente para que, en los últimos doce meses, las acciones chilenas hayan perdido más de un 30% de su valor en dólares, casi ocho puntos porcentuales más que el resto de la región. Una lección de lo vivido durante los pasados nueve meses, es que los fundamentos internos sí importan. El castigo reciente a los activos domésticos se entiende entonces sólo como una de dos explicaciones posibles a este enigma. Chile es una rara excepción a dicha regla o los mercados externos nos están diciendo que nuestros sólidos fundamentos comienzan a erosionarse. Mi esperanza es que, al menos por esta oportunidad, los mercados se equivoquen.

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