Por Edmundo Paz Soldán Noviembre 28, 2013

Cualquiera que se haya acercado este año a las grandes exposiciones de Dalí en el Reina Sofía de Madrid, y de René Magritte en Nueva York, ha podido comprobar que en este momento no hay artistas más taquilleros que los surrealistas: las imágenes que nos legaron son el popular inconsciente del siglo XX, entre siniestro y juguetón. El éxito de estos pintores también prueba el fracaso de su proyecto de subvertir la “racionalidad de la vida burguesa” (las palabras son de Magritte). No hay nada más burgués que un museo destinado a almacenar imágenes transgresoras, a la entrada una cola ordenada y larga, a veces de una hora o más, para poder visitar el caos ordenado de estos pintores.

El misterio de lo ordinario, la exposición de Magritte en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, se enfoca en 1926-1938, los años cruciales de la carrera del pintor belga. En 1927, en pleno éxito como ilustrador y diseñador de afiches, una exposición suya en Bruselas fue tan criticada que el pintor decidió mudarse a París y participar activamente en círculos vanguardistas. André Breton lo cobijó, los otros surrealistas se rindieron a su talento, y el público quedó hipnotizado por sus cuadros, saturando desde entonces portadas de libros, calendarios, paredes de habitaciones de estudiantes. No es difícil entender el porqué de su popularidad; el trazo de Magritte es limpio, la paleta de colores pastel tiene algo de las imágenes publicitarias que saturaban las revistas del período, y en plena contemplación del cuadro aparece siempre, como un desafío al lector, una suerte de enigma a resolver, un acertijo que necesita ser descifrado con la participación del espectador. Pocos como Magritte para pensar en imágenes.

En los cuadros ingeniosos de Magritte la realidad aparece descolocada: una nube en la que llueve hacia arriba, un hombre que se mira en el espejo y en vez de ver el reflejo de su cara ve el de su espalda (La reproducción prohibida, 1937). Las palabras están divorciadas de las cosas: en La traición de las imágenes (1929), uno de sus cuadros más emblemáticos se puede ver una pipa enorme, y abajo la frase que nos indica que lo que vemos no es una pipa; por supuesto que no, sólo se trata de su representación, decimos, pero eso sólo después de habernos dejado sorprender por la imagen. Hay muchas palabras en estos cuadros; pocos pintores tan obsesionados como Magritte por ellas, por la forma en que nos traicionan cuando queremos aprehender el mundo. Ese juego comienza con el mismo título de los cuadros, que Magritte bautizaba ayudado por amigos poetas, con frases que no necesariamente se correspondían con el dibujo y que le añadían una capa más de misterio poético a la representación de lo cotidiano: en Las afinidades electivas, un gran huevo ocupa el lugar del canario en una jaula; en La condición humana, un cuadro de un paisaje detrás de la ventana se funde con ese mismo paisaje.

 Una gran retrospectiva en un museo importante sirve para volver a situar a un artista, revisarlo con una mirada nueva. La exposición del MOMA no logra ese objetivo renovador; es, más que nada, la confirmación de por qué nos gustaba Magritte, y de por qué, cansados de verlo por todas partes, ya hemos dejado de verlo.

Relacionados