Por Septiembre 12, 2013

Nevaba en Zúrich, el 2 de diciembre 2010, cuando se eligió a Qatar como sede de la Copa del Mundo 2022. Esa misma tarde surgió la propuesta de mover el torneo al invierno del hemisferio norte, para capear el tórrido verano del emirato escogido. Del resto de los temas problemáticos que implica jugar en ese país del Golfo Pérsico no se habla, pues el poderío financiero de Qatar garantiza las inversiones necesarias.

A comienzos de octubre se analizará la posibilidad de cambio de fecha, pues el presidente de FIFA, Joseph Blatter, ha dicho que fue un “error” asignar la sede a Qatar (aunque después debió salir a aclarar el concepto de error). 

Ya que se habla de nuevas fechas, hay que analizar alternativas.  Una solución sería jugar en enero/febrero. Al parecer esa época del 2022 -sin temperaturas tan altas- complica, pues están los Juegos Olímpicos de Invierno y ello traería inconvenientes con televisoras y auspiciadores. Otros hablan de problemas para ligas como la inglesa, italiana y española.

Lo que parece imposible es no tomar decisiones y así acotar los daños que dejó una normativa equivocada que permitió al marketing prevalecer por sobre el fútbol.

El haber cambiado la norma de elegir una sede cada seis años y optar por designar las sedes de Copa del Mundo 2018 y 2022 el mismo día fue únicamente buscando mejores contratos comerciales.

Tiene un gran costo el tomar decisiones donde el deporte no se privilegia.Lo digo con conocimiento de causa pues llevo años relacionado con Qatar. El tiempo me dio la oportunidad de visitar ese país varias veces. La más importante, sin duda, en septiembre de 2010 como presidente de la Comisión Inspectora Copa del Mundo. Fue el último país que nos recibió en un tour por cuatro  continentes. 

Mi misión era muy simple, pero a la vez muy compleja. Simple  porque se buscaba información sobre infraestructura, desarrollo del fútbol, seguridad y el compromiso moral y legal del Estado. Todo con respaldo de documentos oficiales. Si faltaba un papel, quedaban fuera sin más. 

Compleja porque esos antecedentes, más lo subjetivo que implica una visita como esa, se plasma en un documento que se distribuye a los 24 miembros del comité ejecutivo de FIFA, que, en votación secreta, deciden. 

El 2004, para la elección de la sede del Mundial 2010, convencí al secretario general de FIFA (en esos días el suizo Urs Linsi) de hacer público este informe. 

Para los mundiales 2018 y 2022, 30 días antes de la votación, nuestro trabajo se publicó en la red. Y ahí se lee lo mismo con que me despedí de Qatar el 2010: la alta temperatura reinante en junio/julio es peligrosa para la salud de los jugadores; “refrigerar” los estadios (césped y tribunas) y las canchas de entrenamiento es de alto riesgo; jugar sólo en Doha (aunque los qataríes designan a cada barrio de su capital como si fuera una urbe distinta) traerá líos de hotelería, aeropuerto y transporte. Lo último: lo complicado que será para los fanáticos “vivir” en un país donde el calor impide hacer de la calle un lugar de encuentro.

Y todo por privilegiar contratos que, ante la duda universal, aún no aparecen.

Relacionados