Por Camilo Feres Septiembre 6, 2012

 

Desde los sótanos de la política ha emergido la nueva animita de la elite. En medio del bullicio de una ciudadanía vociferante, el oportunismo de una cohorte de políticos opositores y el lento aprendizaje de un gobierno que ha tardado más de lo aconsejable en desechar su diagnóstico sobre el Estado y el poder, la impertérrita sequedad del presidente del Senado, Camilo Escalona, ha emergido como un oasis en medio del desierto.

¿Qué extraño fenómeno ha logrado que la misma actitud que lo convirtió en la suma de todos los miedos para una porción importante del establishment político y económico lo erija ahora como el ícono del estadista perdido? Porque aunque el enamoramiento para con la segunda autoridad del país es de reciente data, los juicios y sobre todo las actitudes que hoy se le veneran son idénticos a los que en el pasado le condenaban.

En otras palabras, son los “chupasangres” de ayer los que más celebran el portazo que el senador les dio a los “fumadores de opio” de hoy. Porque la sutileza verbal le viene de pequeño, es decir, no es Escalona el que ha cambiado sino la dirección de las balas que dispara. Escalona siempre ha visto en el desorden la principal amenaza; nunca ha sido muy dado al lujo y siempre ha desconfiado de las figuras con avidez para perseguir los flashes… Visto así, habría que decir que Escalona siempre ha sido un estadista.

Aun así, hay algo en el proceder del senador que requiere de una mayor sintonía fina. Escalona parece haber empalmado bien con el vacío de figuras sacrificiales en la escena política de hoy, pero en su escala pareciera no tener más que blancos o negros. En su particular visión de la política están los responsables (aquellos que hacen lo que tienen que hacer y pagan los costos) y los que no lo son (que ya que son más dados al estímulo inmediato, no merecen sentarse a la mesa). Comparte en ello la doctrina de George W. Bush de “están con nosotros o en contra nuestra”.

En suma, Escalona comprende bien la necesidad de una figura de contención en el actual estado de las cosas, pero se pasa dos o tres pueblos a la hora de poner pierna fuerte en la marca. Y aunque actúe con la mayor convicción, lo cierto es que no se puede conducir por mucho rato una micro a punta de insultos a los pasajeros, los transeúntes y los semáforos sin que el espectáculo  termine transformándose en un infierno. Algo de eso hay en la dispersión de votos socialistas en la reciente votación por la reforma tributaria.

La política no solo se trata de la búsqueda del bien superior sino también de la identificación del mal menor, y aunque Escalona tiene todo para convertirse en factótum, aún no calibra bien el personaje que requerirá desplegar si aspira a ocupar el lugar que en la transición jugaron Enrique Correa, Edgardo Boeninger, Gutenberg Martínez y compañía. Porque aunque hoy la historia lo ubique en la mejor posición para conducir políticamente el país, si continúa con su pulsión de patear todas las mesas, no le quedará ni dónde ni con quién conversar.

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