Por José Manuel Simián Febrero 2, 2012

En un principio, me parecía una versión menos sofisticada del rugby. Un juego en el que los jugadores se pasaban más tiempo poniéndose en posición que jugando, y transpiraban más en el precalentamiento que en el partido mismo. Una actividad en que, para hacer algo tan simple como jugar a la pelota, se necesitaban cascos y hombreras e intercomunicadores y huinchas de medir y cubrirse la boca frente a las cámaras para que no les leyeran los labios. Y claro, a pesar de su nombre equívoco, ni estéticamente ni en sus complicadas reglas podía compararse con la simpleza de "nuestro" fútbol. En el americano, la belleza parecía siempre rendirse ante la fuerza y la repetición.

Pero tras unos años de vivir en Estados Unidos algo comenzó a cambiar. Cuando veía por casualidad un pedazo de partido en la televisión, algunas de esas jugadas que antes me parecían todas iguales -inicio, choque, caída- se revelaron como un ajedrez donde todas las piezas se movían a la vez. Y cuando un pase salía del brazo del quarterback para cruzar la mitad de la cancha con una parábola que terminaba exactamente en las manos del receptor que escapaba de dos tipos dispuestos a cogotearlo (cosa que, básicamente, está permitida), el milagro parecía transcurrir en un silencio perfecto.

Y así, poco a poco, esos pequeños destellos me hicieron sentarme frente al televisor los fines de semana para presenciar partidos; al principio, con un sentimiento de vergüenza, pero luego con el mayor gusto.

El fútbol americano se reveló como un juego grandioso, un estudio del contraste entre la belleza de las estrategias necesarias para desarrollar jugadas ofensivas y la brutalidad del choque entre sus jugadores. En esa perspectiva, es casi imposible no leer el juego como una expresión de la naturaleza bélica de un país casi siempre en guerra.

Parte del encanto tuvo que ver con seguir la improbable campaña de los New York Giants hacia su triunfo en el Super Bowl de 2008. Pero mucho más que eso, la belleza del fútbol americano se me reveló a través de Friday Night Lights, serie de televisión inspirada en una célebre investigación periodística que cuenta cómo la vida de un pueblito de Texas gira en torno al equipo de la escuela local. Ese melodrama inteligente retrataba una aspiración fundamental del mundo estadounidense, donde la comunidad es tanto o más importante que el talento individual de los jugadores para el triunfo. Y donde dentro de la cancha los jugadores también simbolizaban ese anhelo con sus caídas y pequeñas glorias.

El Super Bowl -cuya 46 versión se disputa este domingo, con el duelo entre Patriots y Giants- es una escenificación más exagerada y amplificada de ese anhelo. Aunque en la cancha haya equipos de sólo dos estados o ciudades, todo Estados Unidos usa el gran espectáculo como una gran excusa para mirarse a las caras, comer y tomar. Y casi nunca es más claro: sobre el pasto artificial, los hombres corren y se pegan; pero en otra parte, frente al calor del televisor, esos 22 sujetos representan la posibilidad de unirse para derrotar al ruido y los truenos.

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