Por Daniel Link | Escritor y académico argentino Mayo 5, 2011

Mi relación con la obra de Ernesto Sabato reconoce cuatro momentos bien diferentes. El primer libro de Sabato que leí fue Sobre héroes y tumbas (1961), en 1971, cuando tenía once años, y me arrebató. Fue el primer libro "para adultos" que leía y fue para mí un pasaje y una transformación (como la primera experiencia sexual, muchos años después). Por supuesto, me enamoré de los personajes (Alejandra Vidal Olmos, su padre, Martín: de todos ellos), pero me enamoré, sobre todo, de la novela existencial (¿acaso hay alguna novela que no lo sea?).

Cuando salió publicado Abaddón el exterminador (1974) yo tenía quince años, pero el régimen de lecturas al que me había forzado me garantizaba que ése fuera un texto que yo podía comprender. Creí haberlo comprendido. No sé cómo, conseguí el número de teléfono de Sabato. Una tarde, mientras una compañera de colegio me asistía por si sufría algún desmayo, lo llamé desde un teléfono público (yo no tenía teléfono en mi casa) y me pasaron con él. Me explicó que en ese momento estaba enfermo (¿o deprimido?), pero que volviera a llamarlo para verlo algún día. Jamás lo hice.

Pasaron los años y me fui formando, lo que implica la asimilación de una cantidad de información siempre difícil de procesar. Algunos de esos fragmentos de saber vienen de los libros, otros de la chismografía. Me contaron que, cuando lo visitaban, Sabato dejaba caer del bolsillo de su camisa (o la prenda que fuere) un sobre con una carta que le había mandado André Malraux, para que las visitas la vieran. No me impresionaba tanto el hecho de andar desperdigando gemas de correspondencia, sino que se tratara de ¡Malraux! (si alguna vez Foucault me hubiera favorecido con una misiva, yo, que le escribí una carta pública de amor después de su muerte, la habría estampado en mi uniforme de trabajo). Por esos años debo de haber leído El túnel (1948), que me pareció una porquería. No entiendo por qué se tortura a los alumnos de la escuela obligándolos a leer ese libro, siendo que Informe sobre ciegos es tan hermoso (al menos en mi memoria: nunca quise ver la película).

La tercera vez que mi vida se tocó con la de Sabato (porque lo que importa siempre, siempre, es esa relación táctil entre un texto y una vida) coincidió con la publicación de su penosa autobiografía Antes del fin (1998). Quedaba claro, ya desde entonces, que Sabato quería morirse. Como en tantas otras cosas, querer no es poder, y sobrevivió 13 años más.

En 2005 publiqué un poema de estilo japonés que se llamaba "Pesada herencia" y que, siete años después de aquella muerte anunciada, se preguntaba: "Muerto Sabato, ¿Piglia, Tomás o Saer? ¿Fogwill o Feinmann?" (Senryu, 45). Las circunstancias quisieron que también sobreviviera (aunque se aseguró de no llegar a los 100) a Tomás Eloy Martínez, Juan José Saer y Fogwill. La pesada herencia (ser "el más importante novelista vivo de Argentina") hoy deberán disputársela Piglia y Feinmann, los únicos que quedan.

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