Por Andrew Chernin Noviembre 12, 2010

A Eugenio García todos lo conocemos. O, al menos, hemos visto su trabajo político más visible: está la campaña del No de 1988, el eslogan "la alegría ya viene" y el rombo que sirvió como emblema del Poder Ejecutivo desde 2000, cuando salió electo Ricardo Lagos, y que se mantuvo hasta que Sebastián Piñera asumiera como presidente. De hecho, García fue uno de los cerebros comunicacionales responsables de que Lagos le ganara en segunda vuelta a Joaquín Lavín. ¿Por qué? Porque García, que para esa tarea trabajó con Eugenio Tironi, fue uno de los encargados de borrar el estilo combativo y frío del entonces candidato de la Concertación. Y ese trabajo no pasó desapercibido para Lagos: una vez que fue presidente, el ex ministro de Educación y OO.PP., designó a García como uno de sus asesores externos del Segundo Piso.

Aunque claro, García -que creó la agencia de publicidad Porta y que también fue director de Programación de TVN- tenía un ítem en su currículo que hacía aún más lógico que Fernando Schmidt, el subsecretario de Relaciones Exteriores, acudiera a él: García era el hombre detrás de la idea de llevar un iceberg a la Expo Sevilla de 1992, una propuesta que entonces a muchos les pareció desquiciada, pero que cumplió el propósito de cambiar la imagen de un país que trataba de reinventarse después de una larga dictadura.

El tema era que Schmidt, a fines de 2008, debía presentar algo, un papel con la postura chilena para la Expo Shanghái en el plazo de una semana. En esos momentos, García se encontraba trabajando con Ana Costa, con quien tiene desde 1997 una consultora llamada El Otro Lado, donde ha entregado soluciones creativas a empresas.

La idea central de la Expo era cómo vivir mejor en la ciudad.

Su concepto, "La ciudad de las relaciones", venía del siguiente análisis: si el problema de las ciudades es que tienen un sistema de vida que privilegia lo individual por sobre la colectivo, la clave hacia una mejor vida debe ser favorecer las relaciones y la colaboración entre sus habitantes.

También estaba el desafío de que, a través de ése concepto, había que acercarles Chile a los chinos. García lo veía así: "China es uno de nuestros mayores socios comerciales y tenemos gran intercambio económico con ellos. Pero, por otro lado, no tenemos ningún otro tipo de relación. Para nosotros China es el país más distante del mundo, el más extraño, al más difícil de llegar y el más difícil de entender. Por eso nuestro objetivo con ese pabellón era mostrar un Chile cercano. Que pudieras tocar, con el que pudieres relacionarte y con el que tenías cosas en común".

García y Costa viajaron cuatro veces antes del inicio de la Expo a Shanghái, y una vez que se inauguró, se quedaron durante todo el primer mes. Ahí aprendieron que en esa ciudad energética, donde cualquier proyecto parecía posible, Chile no era más que la imagen básica de un país largo y angosto o el lugar, en el menor de los casos, donde habían nacido Salas y Zamorano.

La instalación costó porque, como recuerda García, "era como montar un museo en un año, pero en un edificio que va a durar seis meses".

Aunque claro, cuando el diario "Shanghai Morning Post" los distinguió con el "Oscar al Pabellón más humano" y la organización los premió con la medalla de oro en la categoría "Desarrollo Temático", puede que esos esfuerzos hayan valido la pena.

Porque algo tuvo el pabellón chileno que pensó García. Mal que mal, alcanzó ventas superiores a los US$ 2 millones y más de 3 millones de visitantes. El asunto es que, incluso después de este éxito, García y Costa no tienen en carpeta más proyectos con el Estado. A ellos, dicen, no los han llamado.

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