Por César Barros Diciembre 10, 2010

Desde el año antepasado, yo veía que Juan Carlos Spencer (gerente general de la Bolsa Electrónica) de repente circulaba vestido de militar: a veces en tenida de combate, otras en la de salida. En los almuerzos de la Bolsa nos contaba de sus visitas a las divisiones del norte del país. De sus hazañas disparando fusiles de guerra, y de los sufrimientos que padecían preparando la "graduación". También me enteré del grupo que comenzó su entrenamiento el año pasado: Renato Peñafiel y José Miguel Barros, entre otros.

De modo que cuando Juan Carlos me ofreció la posibilidad de "postularme" para el Curso de Aspirantes a Oficiales de Reserva del Ejército (CAOR) le dije altiro que bueno. Y me olvidé del tema, hasta que recibí un llamado del jefe de la II División del Ejército -general Bosco Pesse-, quien me invitaba ya formalmente a integrarme al CAOR 2010. Y desde el 5 de julio pasado fui parte de una de las experiencias más notables que me han ocurrido en mi larga vida.

Para la gente de empresa es un tremendo aprendizaje, que parte cuando se lee obligatoriamente "El Arte de Mandar", un manual para oficiales escrito a finales del siglo XIX, que condensa todo lo que uno requiere aprender sobre liderazgo, y que debiera ser lectura obligatoria en todos los MBA del mundo. Pero las sorpresas no terminan ahí: en el Ejército se cultivan virtudes olvidadas en el mundo privado, como la puntualidad y la capacidad de planificar con detalle, sin dejar nada a la improvisación, el "ahí veímos", tan chileno. Allí las excusas agravan las faltas, no como en el resto de Chile, en que éstas  son parte del día a día. Y, además, se hace todo con cortesía y respeto, lo que se ha perdido en este país.

El CAOR 2010 es un grupo heterogéneo de hombres y mujeres -por primera vez contamos con tres de ellas- del mundo empresarial: cuatro abogados, un periodista y muchos ingenieros de distintas áreas (civiles, comerciales, etc.), y de distintas edades (desde sesentones hasta treintones). Somos 24 camaradas que cubrimos los más diversos sectores productivos del país. Están la industria naviera, los alimentos, la construcción, las finanzas, la minería y las telecomunicaciones.

Y hemos aprendido no solamente a cuadrarnos, hacer bien los giros a la izquierda y a la derecha, sino también a disparar armamento de guerra. Armar y desarmar fusiles y pistolas. Disparar ametralladoras y cañones. Sobrevivir al descampado, matando, destripando y cocinando sólo con elementos de la naturaleza conejos y aves. Lanzarnos de la torre de los paracaidistas de Colina. Practicar combate urbano con balas de fogueo. Subirnos a conocer los nuevos tanques Leopard de la brigada Cazadores, en Iquique, y entrar a sus simuladores.

Pero lo más importante de la experiencia fue ganar amigos. Aunque no es fácil tener nuevas amistades de verdad, creo que esto es lejos lo que más me marcó. Uno recuerda con cariño a los amigos del colegio: los de infancia, los que nos acompañaron en nuestros primeros 12 años de "vida pública". Luego, vinieron los amigos de la universidad: de la juventud, y del "carrete".

Después, uno se va poniendo más escéptico en la vida profesional. Allí toca conocer amigos que no resultaron ser tales. Enfrentamos las primeras claudicaciones a la amistad, y las traiciones. Experimentamos la envidia y el "chaqueteo". Uno se pone entonces más cuidadoso.

Pero en el CAOR se vuelve a la infancia; a ser alumnos de nuevo; a tener profesores que se encargan de que todo funcione bien. Ya no somos nosotros los responsables de organizar, cobrar, pagar o cumplir metas. Dejamos nuestras labores ejecutivas para ser niños de nuevo: obedecer, escuchar, tratar de seguir las lecciones lo mejor posible. Y tal como en el colegio o en la universidad, reírnos mucho y tirarnos tallas, aunque sea en medio de la tensión de lanzarse de la torre de los paracaidistas o de disparar una ametralladora de gran calibre.

Los sábado no nos cuesta levantarnos a las 7 a.m. para vestirnos con nuestras tenidas de combate y dirigirnos al glorioso Regimiento Buin a recibir la instrucción. Lo esperábamos ansiosos durante la semana. Y, el día anterior, reuníamos con cuidado nuestro equipo, para que no faltara nada. Lo mismo cuando salíamos a terreno: preparar la linterna, los fósforos impermeables, el rollo de cáñamo, y, en mi caso, la honda. Ahí se podía ver a los grandes jefes de algunas de las mayores empresas chilenas mostrando su lado B, armando un campamento, pintándose la cara de camuflaje o cocinando raciones de guerra.

Cómo olvidar la "buena mano" de "Pato" Contesse para preparar tortillas al rescoldo sólo con harina, agua y sal. O las habilidades de la Tere Matamala para descabezar una gallina.  O la accidentada lucha cuerpo a cuerpo de José Manuel Urenda; o los "pantalones olvidados" de Fernando del Solar. La verdad es que todos tenemos una anécdota que contar.

Y, finalmente, hoy, nos graduamos de alféreces de reserva del Ejército de Chile, la institución más antigua del país, una de las más complejas y -probablemente- de las más importantes. Juramos, frente al estandarte de guerra de la Escuela Militar y de nuestros seres queridos, rendir la vida por la Patria, si fuese necesario. Un hito inolvidable en nuestras vidas.

*Economista.

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