Por Francisco Pérez Mackenna Octubre 3, 2009

© Nicolás Abalo

Así como la crisis financiera destruyó varios bancos estadounidenses e hizo tambalear a diversas economías del mundo, en el ámbito de los economistas y sus distintas escuelas se ha desarrollado una polémica en que unos y otros intentan que sus respectivas tesis salgan victoriosas. Por un lado, están los partidarios de que el mercado regule a la economía, y por otro, los que creen que esta crisis reivindica una mayor participación estatal.

Los resultados de esta polémica no serán menores. Tendrán efectos importantes sobre el futuro desarrollo económico de nuestro país y del mundo. Más o menos crecimiento futuro será su epílogo; mayor o menor bienestar para las personas será su efecto.

Seguramente, los partidarios de un papel más intensivo del Estado en la economía se sintieron entusiasmados a medida que leían la provocadora columna de Paul Krugman. Este catedrático de la Universidad de Princeton estudió Economía en Yale y MIT; es un destacado representante de la profesión, obtuvo el Nobel de la disciplina el año pasado, y es columnista del New York Times desde el año 2000.

Ya antes del Premio Nobel se había transformado en uno de los comentaristas de economía política más importantes de los EE.UU. Es por eso, quizás, que cuando recientemente sostuvo que la mayoría de los economistas se había equivocado en lo esencial durante los últimos 50 años, por usar  teorías ajenas a la realidad ya que suponen actos racionales por parte de los agentes económicos, causó un revuelo no menor entre sus pares. Una demostración de la irrelevancia de la forma con que analiza los problemas buena parte de los economistas se constata, según él, en el que prácticamente nadie predijo la crisis actual.

Bandos contrapuestos

El conflicto enfrenta a los que él llama "economistas de agua salada" (por su proximidad con las universidades de la costa este de EE.UU.) con los de "agua dulce" (cercanos a las universidades del centro de EE.UU. y más próximos geográficamente a los grandes lagos). El primer grupo sería más afín con el pensamiento neokeynesiano y el segundo con la escuela de pensamiento neoclásica, de corte más monetarista.

La distinción de ambas corrientes de pensamiento tiene que ver, entre otros aspectos, con la efectividad que se cree tiene el gasto fiscal para estimular la economía, y con la capacidad del Estado para hacer política contracíclica. Para Krugman, la "elegancia" matemática de los modelos económicos confunde a sus proponentes y defensores, ya que su belleza estética no basta para que ellos estén ajustados a la realidad. Es más, suponer que los actores (empresarios, ahorrantes, trabajadores, consumidores, etc.) son racionales sería un error de sobresimplificación, debido a la necesidad de transformar la economía intuitiva en fórmulas, lo que no siempre es posible.

Para los clásicos lo que importa en los modelos es la capacidad de predecir y que los datos respalden la teoría, es decir la evidencia. La racionalidad supuesta para las decisiones de los actores del mercado es la mejor manera de poder contestar preguntas acerca de cómo funcionan los mercados cumpliendo con la lógica del: "si se cumple X, ello implica Y".

Ya que la capacidad de predecir es fundamental para la evaluación de los modelos, Krugman levanta el punto de que prácticamente nadie previó la crisis actual, la que a pesar de ser de gran tamaño, pasó bajo el radar de todos los modelos. Según él, la mayoría de los economistas estaban encerrados en sus torres de marfil, llenas de postulados erróneos pero "elegantes".

Krugman atribuye a la teoría de los mercados eficientes buena parte de la responsabilidad en la miopía. Sostiene que suponer racionalidad para la determinación de los precios parece ser una tontera, a la luz del tamaño de la burbuja financiera e inmobiliaria de la crisis subprime. Sin embargo, si la racionalidad se presume en los diversos aspectos del comportamiento empresarial, ¿por qué no suponerla también para la formación de expectativas? Como sostiene John Muth en uno de los primeros trabajos sobre el tema, si las expectativas no fueran moderadamente racionales habría oportunidades para que economistas como Krugman obtuvieran utilidades en la especulación con commodities, manejando una compañía o vendiendo información de mejor calidad a sus actuales dueños.

Mercados eficientes

La réplica de sus detractores, en una polémica que ha incorporado descalificaciones recíprocas, afirma que la falacia de Krugman consiste en confundir el concepto de mercados eficientes desde el punto de vista de los precios con que éstos deban ser infalibles y perfectos. La teoría de mercados eficientes, que tiene al profesor de la U. de Chicago Eugene Fama como su principal exponente, contempla en realidad, y como es obvio, que los mercados se pueden equivocar. Lo que ocurre es que algunas veces lo hacen en un sentido y otras en otro. Debido a ello, es decir porque los mercados son eficientes, es que nadie pudo predecir la crisis. ¿Cómo distinguir entre mercados subvaluados y sobrevaluados desde el medio de la coyuntura si los precios ya incorporan la información disponible?

Estado - Mercado: La verdadera polémica entre Krugman y Chicago

El interés de Krugman por combatir la idea de que los mercados sean eficientes radica en que la clave para que las políticas fiscales tengan el efecto deseado es que no sean completamente anticipadas por los actores económicos, anulando su efecto. Así, por ejemplo, si más gasto público es interpretado como conducente a que los impuestos subirán en el futuro, los privados podrían querer ahorrar más ahora, para así tener un excedente con el que enfrentar los mayores tributos que estén por venir, anulando el efecto reactivador del mayor gasto fiscal. Como Krugman es un fuerte proponente del estímulo fiscal, la defensa de la existencia de expectativas racionales no le conviene a sus postulados.

La evidencia empírica es mixta, pero parece ser concordante con un menor efecto que el deseado por los proponentes de las políticas keynesianas, dentro de los que se encuentra el propio Krugman. A pesar de su visión crítica del modelo neoclásico, este último reconoce que hoy es difícil generar gasto público contracíclico de magnitud suficiente para ser relevante. Esto es debido a que las crisis no sólo toman por sorpresa al sector privado, sino que también a los gobiernos. De ahí que emprender suficiente gasto público efectivo y eficiente en breve plazo no sea materialmente posible. Cualquier obra de envergadura, como una carretera, un túnel o aeropuerto requiere de tiempo para los estudios de ingeniería, de impacto ambiental, etc. Para cuando se está listo para empezar con la obra, es posible que la necesidad de gasto reactivador haya pasado. Ello, por ejemplo ha ocurrido actualmente con el programa de estímulo del presidente Obama, de US$ 800 billones, que aún no se gasta en un porcentaje relevante, a pesar de que los primeros signos de la reactivación ya llegaron.

Reforzando la idea anterior, para otro Premio Nobel de Economía, Gary Becker, el multiplicador del gasto público es bajo y probablemente bastante menor a uno. Ello porque los programas creados para la recesión -que se suponen temporales- normalmente comienzan tarde y una vez iniciados tienden a perpetuarse debido a la presión de grupos de interés, continuando después del retorno al pleno empleo. Además, porque grandes sumas de dinero asignadas a la rápida no serán destinadas a actividades de gran valor social y finalmente porque el mayor gasto debe financiarse.

¿Más Estado?

Desde otro ángulo surge ahora con cierta fuerza una nueva pregunta postulada, entre otros, por uno de los pocos agoreros de esta crisis, Nouriel Roubini -de la Universidad de Nueva York-, según la cual faltaría una clara "estrategia de salida" para las políticas de estímulo. Si ya se ha compensado globalmente la caída de la actividad con programas fiscales y monetarios expansivos por parte de muchas de las economías del mundo, ¿cómo se desconecta al enfermo de las vías de transfusión que lo estabilizan, sin que éste tenga una recaída? ¿O es que hay que dejar al paciente con "más Estado" para el largo plazo?

En qué terminará este debate no es nimio. Tendrá efectos importantes sobre el futuro desarrollo económico de nuestro país y del mundo. Más o menos crecimiento futuro será su epílogo; mayor o menor bienestar para las personas será su efecto.

Un Estado más activo no sólo gasta más, sino que pasa a ser objeto de influencia de los lobbistas, que compiten por los nuevos recursos e intentan obtener ventajas para sus sectores. Los programas de compra de activos tóxicos de la banca norteamericana, los créditos de emergencia a AIG y la ayuda al sector automotriz de Detroit son ejemplos de lo anterior. Un problema asociado a ello es lo que otro economista de Chicago, Luigi Zingales, ha llamado la migración de la economía de los EE.UU. de un sistema promercado a uno proempresa (o si se quiere del modelo capitalista anglosajón a uno continental europeo).

¿Cuál es el problema aquí? Consiste simplemente en que cuando el Estado se aleja del modelo promercado, una de las consecuencias de ello es que se desprestigia la empresa privada como generadora de riqueza en un esquema de justa competencia. Son los favores y no el desempeño y los méritos los que se asocian al éxito. Para Zingales, como el sistema de mercado se sustenta en el apoyo público, y este último requiere que dicho sistema sea percibido como justo, una erosión de esa visión amenaza al sistema mismo. De consolidarse en la opinión pública norteamericana un sentimiento de inequidad respecto de cómo se genera la riqueza, indefectiblemente en el tiempo provocará que el país que inventó la economía libre termine con más Estado y menos mercado.

Es por ello que las pasiones se han desatado en esta polémica. Las consecuencias del triunfo de una y otra tesis tendrán trascendencia.

*Gerente general de Quiñenco. MBA en la U. de Chicago. Profesor en la Facultad de Economía de la UC.

Relacionados