Por César Barros Septiembre 19, 2009

Después de leer a Paul Krugman, uno se queda pensando en qué anduvo mal la profesión. Él hace críticas, pero no da sugerencias concretas, lo que devalúa su análisis.

¿Hasta dónde nos sobregiramos los economistas en nuestro deseo de explicar la realidad? ¿Qué se nos fue olvidando en el camino? ¿Cuánto nos embrujaron los modelos matemáticos con su estética? ¿Por qué nadie predijo algo que se comentaba todos los días en los pasillos de los bancos de inversión?

Una de las cosas que más sorprenden al leer The Theory of Employment…, de John M. Keynes, es su falta de ecuaciones y de modelos formales. Siendo yo educado en la lógica -algo que no se pueda poner en un modelo matemático no tiene validez-, leer a Keynes me sorprendió. Los modelos matemáticos son fundamentales para probar la lógica interna de las ideas que los subyacen. Pero al encerrarse sólo en ellos y dejar de matizar con esa infinidad de variables que afectan el mundo económico (los gustos, las modas, el miedo: en fin, es una larga lista), nos perdemos en el estrecho mundo de las cosas que pueden modelarse, y en aquella estrecha forma en que la ciencia nos permite que se modelen.

Cuando nuestros profesores dejaron de "trabajar en el mundo real" y se sumergieron en el de los modelos y de las ecuaciones -y su sueldo y seguridad laboral se fueron ligando más y más a publicar más modelos y más ecuaciones-, esa profesión, que partió con un filósofo moralista y llegó a su cúspide con un practicante de políticas públicas, dejó de tener la fertilidad que solía tener.

Hemos ganado en lógica. Pero hemos perdido en nuestra capacidad de predecir fenómenos. Mal que mal, predecir es el leitmotiv de los economistas: "Qué importa que nuestros supuestos sean o no realistas -nos decían en ECON 101-: lo importante es que las predicciones sean razonables…". En esa lógica impecable, una vez que dejamos de predecir bien, debimos haber sido mucho más críticos con nuestros supuestos y modelos. Porque la misión profesional es atisbar los fenómenos económicos. Y cuando en vez de predecir bien nos dedicamos a explicar bien, le estamos fallando a la sociedad.

La cosa no andaba tan mal cuando tratábamos de predecir precios sobre la base del ingreso y de los precios de los sustitutos. Menos bien nos fue cuando aspiramos a predecir los precios de las acciones. Y para qué decir de los ciclos económicos. Lo que se había logrado, en todo caso, no era menor: el mercado asignaba bien los recursos y los impuestos al comercio exterior eran deleznables. La política monetaria servía. El capital humano era relevante. Sin inversión, no había crecimiento. La inflación era una mala idea.

¿Hasta dónde nos sobregiramos los economistas en nuestro deseo de explicar la realidad? ¿Cuánto nos embrujaron los modelos matemáticos con su estética? ¿Por qué nadie predijo algo que se comentaba todos los días en los pasillos de los bancos de inversión?

Pero luego, el teorema de existencia del equilibrio general (una abstracción matemática de alto nivel) nos mareó. Si el equilibrio general existía, y estábamos constantemente en él, sus consecuencias para la realidad y la ciencia económica eran contundentes. Por ejemplo, el mercado de acciones y bonos reflejaba toda la información disponible, en la medida que los mercados fueran ágiles y los actores que en él trabajan fueran racionales.  En ese ejercicio intelectual, se dejaron fuera las realidades y matices del mundo, sacrificados en aras del famoso teorema.

Un baño de humildad

Un baño de humildad no nos vendría mal. La profesión debe cuestionarse cuán bien estamos prediciendo las cosas que realmente importan, que ya no son el precio del pan en relación al de la ropa, sino el precio de los activos entre sí, y el de sus pares en el exterior. Saber cómo evaluar proyectos en un mundo globalizado con un mínimo de certeza. Dejarles las explicaciones a los historiadores y dedicarnos a modelar los fenómenos sin solución hasta ahora, que no son pocos: el funcionamiento del mercado financiero, el rol de la tasa de interés y el modus operandi de los tipos de cambio en un planeta interconectado, que es la gran revolución que nos trajo el siglo.

En el mundo moderno las platas grandes, las cifras relevantes, se deciden en el ámbito del cómo invertir en éste o este otro activo. La disyuntiva es si invertir en Rusia, China o Brasil. Cuando Irving Fisher propuso su famoso MV= PQ suponía que la "plata que sobraba" se invertía en "cosas" como las del IPC. A lo mejor en una economía como la de los EE.UU. de principios del siglo XX eso era verdad. Ahora, con ingresos per cápita cien veces mayores, la plata que "sobra" se gasta en acciones, bonos o inversiones fuera de las fronteras. ¿Cuál es el valor relativo del dinero entonces? ¿Es el IPC de los bienes de consumo habitual, el IPSA local o el internacional?

Al mercado financiero no terminamos de comprenderlo. Pero seguimos contentos, porque predecimos el precio relativo del pan. Conocemos las bondades del comercio exterior. Y de la libertad de emprendimiento versus el Estado todopoderoso. Pero esas cosas las saben ahora hasta los comunistas. Y no hemos agregado nada nuevo a los problemas más acuciantes de la sociedad moderna que la generación de economistas de los 70 no hubiera ya descubierto. Para algunos, el vaso está medio lleno. Para otros, medio vacío. Para mí, hay que salir a buscar agua para llenarlo.

* Economista

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