Por Alejandra Costamagna escritora y periodista Abril 11, 2013

Las palabras son mínimas, pero cuando uno de los cinco personajes de Castigo las pronuncia expanden su veneno en el aire. La obra que Cristián Plana (La señorita Julia, Velorio chileno) lleva a escena en el teatro La Memoria a partir de un episodio de El hijo de la sierva, novela autobiográfica del sueco August Strindberg (1849-1912), podría sintetizarse en tres frases de sus protagonistas: “Los niños no tienen nada suyo, todo es de sus padres”, “¿quién se tomó la botella de vino?” y “pídele perdón a tu papá”. Tres frases pronunciadas en momentos clave, que marcan las escasas acciones de esta obra, atravesada por un silencio asfixiante, denso, más perturbador que cualquier grito estridente.

Unos padres brutalmente autoritarios, una sirvienta sumisa, unos hijos reprimidos, llenos de taras: ése es el cuadro de esta familia descompuesta, que naturaliza el maltrato y el castigo como prácticas casi hereditarias. Plana condensa los diálogos y prioriza las atmósferas, las miradas filosas, la voz aguda que entona cantos de fondo, los instantes congelados, los gestos que revelan conductas obsesivas (la niña tirando migas de pan a una muñeca, el niño gimiendo como un mono), las risas como sablazos, el miedo en la respiración del hijo castigado que debe hacerse perdonar por el padre, la sensación de que algo monstruoso opera bajo el mantel de la normalidad.

El resultado es un montaje de enorme fuerza plástica, con actuaciones deslumbrantes (Rodrigo Soto, Alexandra von Hummel, Daniela Ropert, Natalia Ríos y especialmente Diego Salvo, a cargo del niño), que confirma el talento de Cristián Plana en la dirección escénica. Y su indudable empatía con el universo del dramaturgo sueco.

“Castigo”. En el teatro La Memoria, hasta el 28 de abril.

 

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