Por Yenny Cáceres Abril 22, 2015

© Plaza Espectáculos

Después de una oleada de películas autistas y contemplativas, el cine chileno parece acercarse, al fin, a la realidad. En Allende en su laberinto, Miguel Littin relata las últimas horas del presidente socialista, y El club, de Pablo Larraín -que se estrena en mayo-, toma como punto de partida algunos episodios que han sacudido a la Iglesia Católica. Ojalá que alguien esté escribiendo el guión del caso Penta y Hugo Bravo, un personaje digno de una película de Scorsese.

Pero así como las buenas intenciones no hacen una buena película, escarbar en la realidad tampoco garantiza el éxito. Es lo que pasa con El Bosque de Karadima, de Matías Lira, que se inspira en el sacerdote de la parroquia de El Bosque acusado de abusos sexuales.

“Así se siente la vocación, como un zapatito que aprieta”. La frase es de Karadima (Luis Gnecco), y resuena incómoda a medida que avanza la narración y vemos cómo el padre Fernando llama “zapatitos” al séquito de jóvenes de su círculo más cercano. Entre ellos está Thomas Leyton, hijo de padres separados que encuentra en Karadima a la figura paternal ausente. Lo que viene ya lo sabemos, pero no por eso es menos perturbador. Luis Gnecco transmite toda la ambigüedad de una figura como Karadima, especialmente en los pasajes de los abusos, mientras que Pedro Campos (Leyton en su juventud) también ofrece una actuación a la altura del desafío.

Después de este prometedor inicio, la película emprende una serie de saltos temporales, con un Leyton adulto (Benjamín Vicuña) denunciando los abusos, para luego retroceder a su época de estudiante de Medicina, cuando conoce a su esposa. Así, el calvario de su protagonista va desdibujándose, sus motivaciones quedan en una nebulosa y la cinta queda entrampada en un relato confuso. Lo que queda al final es eso: una película irregular para una historia que aún golpea dolorosamente a la sociedad chilena.

“El Bosque de Karadima”, de Matías Lira.

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