Por Alberto Fuguet, escritor y cineasta Octubre 15, 2014

El Festival Internacional de Cine de Santiago (Sanfic) ahora pasó de ser invernal a primaveral, y ha optado por programar un par de cintas europeas seductoras que, si las cosas funcionaran de otro modo, podrían haber llegado a las salas hace unos meses. Por eso Sanfic pasó de ser un festival para cinéfilos a ser un evento cultural que le sube puntos a la capital en materia de cine. Una opción es ver Joven y bella, la nueva de François Ozon, un cineasta que, hasta hace poco, estrenaba en nuestras salas con algún éxito. Este elegante y sagaz realizador gay francés es el doble opuesto de Almodóvar. En sus cintas hay muchas mujeres y melodrama, pero todo es más duro, más explícito, intensamente más sensual y la mirada sobre las mujeres (y la elección de ellas) es distinta. Mientras el cine del manchego parece envejecer, Ozon y sus colegas franceses logran realizar cintas hipnóticas, sensuales y bellas sin caer en una estética fashion (porque los galos entienden que una cosa es el cine y otra la industria de la moda y la alta costura). De haber sido realizada por otro, Joven y bella hubiera sido acusada de explotación o de la famosa “mirada masculina” llena de deseo y voyerismo.

La cinta es una vuelta de tuerca a Belle de jour pero con celulares, porno en internet y una chica de 17 años. En otras manos, esta cinta sería repelente; Ozon la transforma en una placer y le da ese ritmo y ese je ne sais quoi tan francés que es capaz de erotizar almuerzos, siestas y caminatas. El choque de ese cuerpo terso y los distintos cuerpos masculinos mayores, algunos en franca decrepitud, impacta, pero retrata la propuesta del director de forma cabal: el desnudo también puede ser un disfraz. Tal como en La piscina, acá una chica bella, con un cuerpo perfecto, sucumbe al aburrimiento total. Y no porque se trate de una joven fría termina siendo un filme frío. Al revés. Al verla uno se pregunta por qué el cine latinoamericano no toca estos temas, no posee una mirada erótica o no entiende que la belleza en la pantalla no es un extra sino la puerta de ingreso al misterio, el deseo y la intriga.

Hace tiempo que un filme polaco no provocaba tanto ruido y excitación. Ida, de Pawel Pawlikowski, es un filme de época que se inserta en una sociedad que durante mucho tiempo no pudo contar ciertas historias. Esta es una cinta, formalmente bella y austera, que conversa con Robert Bresson, pero también con el primer cine polaco de Polanski y Skolimowski, rodada en blanco y negro y con unos encuadres quizás nunca usados. La historia, en tanto, nos lleva a la Polonia comunista de los años 60, donde el tema de lo que pasó durante la Segunda Guerra era un no-tema. Pawlikowski hace un filme de época que parece urgente y, quizás por su opción no realista y su gloriosa fotografía expresionista, no se alza como un ejercicio estético o una superproducción, sino como el tipo de cine indie que los tipos indies deberían filmar si no fueran tan hipsters o instagramizados.

Ida cuenta la historia de una novicia y, tal como en La novicia rebelde, algo sucede en el camino. Pero acá las flores y las montañas no existen, sino que el nazismo y la guerra hicieron de las suyas. El filme posee una estructura que tiene algo de cuento. Ida se llama realmente Ana y resulta ser judía. Sus padres desaparecieron e Ida es una huérfana. Hasta que aparece su tía Wanda, que no es un hada madrina pero sí una mujer de mundo que es parte del aparato totalitario (el año es 1962). Ambas conectan y van en busca de su historia familiar. En 80 minutos, Ida se hace cargo de mucho: de un país, de secretos, de guerras, de la religión, pero también crea dos mujeres fuertes, complejas, que son capaces de procesar ese insólito guión que es la historia. Ida puede ser en blanco y negro, pero su manera de tocar los temas de la culpa, el deseo, la soledad, la identidad, la idea de nación y la religión ocupa toda la gama de grises. Imperdible.

Sanfic. Desde el 21 al 26 de octubre. Programación y más información en www.sanfic.com

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