Por Alberto Fuguet Septiembre 7, 2015

Hay cintas que saben exactamente lo que desean contar y los hilos que usarán para manipular. Hay otras que superan a sus realizadores y que no cuentan lo que querían o no saben lo que están narrando (el subtexto supera el plan inicial). Este año, por ejemplo, ocurrió algo así con las dos cintas sobre sacerdotes-pedófilos. El club es claramente una mejor película, pero funciona tanto mejor –conecta, emociona, perturba– una cinta tan extraviada y pedestre como El bosque de Karadima.

No tengo claro en qué lugar se ubica el extraordinario documental Allende mi abuelo Allende. Quizás tenía todo claro y nada. Da lo mismo. Esa tensión está presente y, más que una mirada al Chicho, se vuelve un inesperado retrato de parte de Marcia Tambutti Allende a las mujeres que Salvador Allende quiso y destrozó y afectó para siempre. El filme es una bella reflexión acerca del pasado, de la familia, del costo de lo público y del duelo. Es –además– una descarnada y empática mirada a un clan disfuncional que se inmoló por los demás, pero dejó víctimas al interior.

Allende mi abuelo Allende es una gran película chica. Modesta y quizás no tan segura de sus triunfos, pero potente, descarnada y con momentos sublimes y emotivos (qué impresionante cómo un noticiario estatal cubano puede alzarse como una de las secuencias más desoladoras jamás vistas en nuestras pantallas, al quedarse detenida en el rostro desahuciado de Beatriz Allende después de un supuesto eufórico discurso en La Habana). Muchos de estos quizás no son intencionales o aparecieron, como debe suceder con un documental, en el montaje. Así, lo que quizás se quiso contar no se cuenta tanto (humanizar a Allende, aunque sin duda lo hace) y lo que arrasa acá es el retrato de un clan femenino dañado, donde hay tres mujeres que luchan para robarse el film: la impresionantemente frágil-pero-fuerte Hortensia Bussi (la cinta pudo llamarse Tencha); Beatriz, quizás la verdadera mártir de la familia (Tati se cuela bien arriba hacia las cumbres borrascosas de los personajes románticos y dañados de nuestro panteón); y el descarnado retrato de la senadora Isabel Allende, madre de la realizadora, que aparece rara, extraña, fina, desconectada, tierna, fuerte y resiliente, al punto que uno piensa “¿por qué ella no está en La Moneda?”.

Allende mi abuelo Allende (allende en el sentido de distante y por eso el título crece al final, porque no queda claro en qué lugar va el apellido y en cuál la preposición) es una autoficción o un ensayo fílmico. Más que documentar, lo que la directora Marcia Tambutti desea es escarbar, y en eso sale triunfante. Lo que impacta es cómo expone y empuja la paciencia y las defensas de los demás (su abuela moribunda, su madre, su tía, sus primos, el fantasma de su otra tía que se suicidó). A Marcia Tambutti, como a José Donoso, le interesan las casas, las ancianas en la cama y lo que sucede puertas adentro en una familia de clase alta. Al intentar retratar a su abuelo, logra de paso hacer una cinta muy chilena acerca de un mundillo (la familia burguesa, pero progre) y un patriarcado que el viento y el tiempo y el Golpe se lo llevaron.

Este documental es tan fascinante como morboso, tan sentido como lleno de cariño y bien puede generar más empatía que decenas de cintas chilenas que casi tienen como decálogo huir de la emoción. Que sea un documental no es casualidad, y demuestra que incluso una cinta no tan perfecta como esta puede volar y hablar  mucho acerca de nuestra historia porque, finalmente, todas las familias se parecen.

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