Por Alberto Fuguet Septiembre 11, 2015

Es probable que la muy cinematográfica nueva apuesta de Netflix (por su presupuesto, por su ambición, por su puesta en escena) no sea gran cine, pero vaya que es gran televisión. Y como esta serie fue hecha por gente de cine, por miembros selectos de lo que se podría denominar la tropa de elite del ala más “industrial” del cine latinoamericano, todo resulta más que bien. Muy bien, a decir verdad. Narcos cuenta el auge y la caída de Escobar, pero también de una época y de dos países: el consumidor (que le declara la guerra a las drogas) y del país productor, que se desangró mientras algunos se hicieron imposiblemente ricos. Exageraciones o pinceladas gruesas que podrían hundir un filme, acá se potencian y le dan ese cierto erotismo que sólo la basura-sin-culpa o el cine-de-género bien hecho es capaz de provocar. Durante años, Colombia ha sido un país sin muchos representantes en el circuito festivalero, pero se ha destacado en producir telenovelas y como base para rodar series americanas. Esto acá se nota: el talento colombiano no desea hacer arte; quiere entretener. Y lo logra. De paso, además, transforma la historia en lo que siempre ha sido: una gran historia.

Narcos se apropia de las cintas de gangsters de Hollywood (Buenos muchachos, El padrino, los filmes blacksploitation de los 70) y las lleva al lugar de origen de los que casi siempre son personajes de cuarta fila (los colombianos con sierra eléctrica de Caracortada, sin ir más lejos). Narcos tiene factura, tiene calle, tiene garra, tiene onda y tiene varias anclas: el brasileño Wagner Moura crea un fascinante, oscuro y hasta triste Pablo Escobar; la mirada entre alucinada y aterrada del gringo narrador de la DEA que habla como un personaje de Elmore Leonard; un fascinante rebaño de secundarios (periodistas perras, Luis Guzmán, policías paisas); y toda la fauna política colombiana. El narrador insiste en que Colombia es el país donde nació el realismo mágico, pero acá hay más hiperrealismo y una violencia gore que se funde con Noticia de un secuestro de García Márquez. Es ahí cuando la serie deja claro que nada de lo que sucedió fue ficción, sino todo lo contrario, y que eso es lo francamente mágico.

La serie es adictiva y toma riesgos (notable el uso de las imágenes reales documentales, que legitiman tanto los hechos reales como aquellas licencias dramáticas). Funciona y te droga y no se detiene. Es una oda al lucro, al deseo de seducir, al poder hipnótico de la acción. A pesar de que los personajes son coloridos, la estrella aquí es la mafia; acá se goza viendo cómo se trafica y negocia, cómo funciona la venganza y la trampa. La opción de hacer una serie bilingüe, por lo tanto, no sólo es artísticamente una goleada sino que la legitima ante su público de origen (lo global a veces puede funcionar y no terminar como un budín financiado por el Programa Ibermedia). El brasilero José Padilha, creador de la serie y responsable del remake de RoboCop, se crió viendo cine hollywoodense y aquí junta los dos mundos (literal y metafóricamente) y, tal como sucedió con Breaking Bad, llena de matices y de razones tanto a los buenos como a los malos y a todos los que están entremedio.

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