Por Javier Rodríguez // Foto: José Miguel Méndez Enero 5, 2018

Que lo aplaste con la cuchara, le dice Yayo al narrador de esta novela, su nieto mayor. El pájaro tiene las alas rotas, se le asoman las tripas. Está muriéndose. Carajo, aplástalo. El niño no es capaz, así que su abuelo toma la cuchara y, con los ojos vidriosos, termina con la agonía del canario.

72“Tú nunca puedes decidir qué es lo que se recuerda correctamente”, dice Karl Ove Knausgård en el epígrafe de Yayo (Lolita Editores). Y su autor, el director de Programación de Ibero Americana Radio Chile y creador de la extinta Radio Uno, lo tiene claro:

—Relato la historia desde mi memoria de niño, imperfecta, llena de fantasía, con verdades a medias y mentiras completas. Muchas veces me daba cuenta de que me faltaban datos, pero decidí no entrevistar al resto de mi familia. Quise plasmar esta historia tal como se me quedó grabada. Para los pasajes sobre la guerra civil española y su experiencia en Leningrado con la División Azul pude contar con el material proporcionado por José Miguel Osorio, un profesor de Historia que lo había entrevistado.

José Saramago decía que escribía para comprender. Con Yayo, Forno pudo comprobarlo; en su escritura entendió la dureza del carácter de su abuelo materno. Que a la edad en que él planificaba sus primeras vacaciones con amigos, Diego Naranjo Blasco (el verdadero nombre de Yayo) pasaba hambre en una trinchera en Leningrado.

—En la misma línea de Knausgård, llama la atención el formato que elegiste. Logras una intimidad grande a través de retazos, todo lo contrario al noruego, que desarrolla a veces demasiado, abriendo puertas que no siempre cierra. ¿Influye en los textos cortos tu formación de publicista?

—Soy redactor creativo, por ende, me enseñaron a decir en cuatro palabras un montón de cosas. En publicidad los tiempos son cortos y los espacios siempre pequeños. Un eslogan tiene que decir 100 maravillas de un producto. Después empecé a trabajar en radio. Frases de continuidad, promociones de programas. Entonces desarrollé un estilo que finalmente apliqué en mi creación literaria. Publiqué un libro de cuentos cortos llamado Jíbaro (Chancacazo), donde me sentí cómodo con el formato. Yayo es una serie de fragmentos que, como dijo María José Ferrada en el lanzamiento, arman la versión de los hechos. Me preocupé de que cada texto funcionara de manera independiente. En eso me sirvió mucho la edición de Francisco Mouat, que me ayudó a usar la palabra precisa en estas frases tan telegráficas.

—¿Hay un efecto terapéutico en la escritura? Hay mucha compasión con tu padre cuando lo muestras frustrado trabajando en el taller de autos de tu abuelo, al que también tratas con cariño a pesar de la dureza con la que ejerce su rol de líder familiar.

—La novela no es un retrato idealizado. Tampoco es un libro que me ayudara a sanar heridas. No soy un nieto traumado, ni mucho menos. Quizás si lo hubiera escrito a los 18 años sería una secuencia llena de rabia y resentimiento. A mí me tocó escuchar historias familiares que ninguno de mis compañeros de curso hubiera imaginado. Y no sé si por pudor o qué, pero nuestra historia era de la familia y punto. Por eso armamos una suerte de trinchera. Entonces Yayo es una novela sobre un abuelo que, como dije antes, fue dos veces veterano de guerra y cruzó el Atlántico en 1952 con su familia para buscar un mejor destino. Es la historia de una familia, a través de los ojos del primer nieto, donde a veces trato de salirme de la mera descripción para introducirme en su trinchera, casi siempre inexpugnable.

—¿Cuándo lograste acceder a esa trinchera?

—A medida que mi abuelo comenzó a hacerse viejo, sentí que bajaba la guardia. Y cuando bajaba la guardia me permitía entrar en su mundo. Cuando no juzgaba era un ser que te podía demostrar mucho amor. Y esas demostraciones de amor, cuando vienen de un tipo duro, de verdad te podían desarmar.

—Hay un pasaje sobre el divorcio del narrador, donde Yayo le dice que el problema era que su mujer necesitaba a un hombre. ¿Se convirtió el narrador en un hombre como el que pretendía que fuera su abuelo?

“Me tocó escuchar historias familiares que ninguno de mis compañeros de curso hubiera imaginado. Y no sé si por pudor o qué, pero nuestra historia era de la familia y punto”.

—No sé si calzo exactamente en lo que mi abuelo consideraba las cualidades necesarias para ser un verdadero hombre. Mi abuelo era un valiente y yo soy básicamente un cobarde. A mí de niño me decía el Príncipe. A mí me cargaba que me dijera así, pero ahora lo entiendo, porque tuve una infancia y juventud absolutamente normales comparadas con los horrores que a él le tocó experimentar en la guerra, vivir la muerte de un hijo, estar lejos de su país. Creo que al final me convertí en hombre a golpe de porrazos. Nada especial, nada traumático. No soy un veterano de guerras mundiales, pero he tenido sí mis pequeñas guerras internas. Y creo que he sobrevivido bien.

—¿Cuál es tu próximo proyecto literario?

—Parece que estoy destinado a escribir historias de inmigrantes y de guerras. Mi padre se llama igual que yo, Hugo Forno. Es chileno, de padres genoveses. Mis abuelos, italianos, se instalaron por los años 20 en Quilpué. Pero a diferencia de mi rama española,  de un día para otro vendían todo y se iban a Italia, luego se aburrían y volvían…

Por otro lado, tuve la suerte de toparme con la historia de otro Hugo Forno, pero esta vez sin h: Ugo Forno era un estudiante de segundo medio que fue el último partisano romano asesinado por los nazis en su huida de Roma. Este Forno, de 12 años, trató de defender un puente que los nazis iban a dinamitar. Él, con sus amigos de la misma edad, se agarraron a balazos con los nazis. Bastó que los alemanes dispararan un obús para matar a todos los niños. Forno fue el último en morir. Cuando supe esa historia, empecé a investigar y resulta que es una suerte de héroe muy menor de la resistencia italiana. La idea, entonces, es mezclar a estos tres Hugo Forno (al partisano, a mi padre y a mí) y ver qué diablos sale. Lo único que tengo es el título: La Historia de Ugo Forno por Hugo Forno. Me gusta porque me parece raro y pelotudo. No he escrito ni una sola página, por supuesto.

Yayo (Lolita Editores) A $ 10.000 en librerías.

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