Por Carolina Sánchez // Fotos: Cristóbal Olivares Diciembre 7, 2017

Uno. Dos. Tres.

El niño, de nombre Andrés, no deja de contar. En los minutos que dura el trayecto a su colegio en Tumaco —una de las “zonas rojas” de Colombia—, mientras las montañas verdes, empinadas, avanzan detrás, él y su hermano compiten, a ver quién cuenta más.

Uno. Dos. Tres. Quizás cuatro; cuatro muertos tirados en el camino. De regreso a casa, cuando terminen las clases, ya no sólo estarán los muertos sino también sus familias, llorándolos.

Recién comienza la década del 2000, los niños no superan los catorce años y no entienden más que lo que les han dicho: Colombia está en guerra hace ya muchos años. Por un lado la guerrilla (las FARC, el grupo armado de extrema izquierda), por otro, los paramilitares (el grupo armado de extrema derecha) y, más allá, los narcotraficantes y el ejército. Pero eso ya no los asombra. Saben que esos muertos, los de las mañanas, están ahí porque los paramilitares salieron a “limpiar” las calles durante la noche, a matar alcohólicos, ladrones.

Varios años después, cuando el colegio ya quedaba atrás, Andrés estuvo a punto de cambiar su vida. Un amigo suyo le dijo que “invirtieran” en un trozo de tierra con hojas de coca. Él lo hizo. Ya tenía muchos amigos de infancia que tenían autos caros, casas grandes. Sabía que eran narcotraficantes y pensó que también podría intentarlo. Pero no resultó: el pequeño cultivo se infectó y no tardó en morir. Tiempo después, sus amigos que habían seguido esa vida también morirían.

“El objetivo central es aprender un nuevo oficio. Es poder decir ya no tengo que volver a dedicarme a eso porque existe algo más o, al menos, el principio de algo más”, dice Tomás Reyes, director ejecutivo de América Solidaria Chile.

Entonces, la muerte era un juego que ya no lo sorprendía ni asustaba. Hasta que llegó la mañana del primero de febrero. Corría el año 2012 y el calor, como era costumbre, azotaba las calles.

Andrés Bernal  —hoy de 29 años, pelo corto café, sonrisa fácil— cierra los ojos, pero el recuerdo no se va. Por más que lo intenta, parece imposible de olvidar: el ruido de una bomba que arrasó cuadras enteras; los gritos de los heridos, la sangre que corría por la calle. Al pasar las horas, las FARC se atribuirían el atentado que hizo explotar una estación de policía por completo.

Ese día, dice, volvió a tener miedo. Entonces quiso hacer algo. Con 23 años, y trabajando como supervisor en una empresa de aceite de palma, decidió cooperar con las comunidades, como la de él, que habían sido azotadas durante años por todos los frentes. Porque allá la violencia no discrimina. Se dedicó a trabajar con campesinos afrodescendientes y a generar proyectos para el trabajo de la tierra. A tratar de enseñar que había opciones más allá de escoger un bando en una guerra.

El proceso de paz en Colombia, que recién comenzó este año, encontró a Bernal como un líder consolidado de esas comunidades. Fue ahí cuando supo del proyecto —llamado Líderes Solidarios: Voluntariado para el Posconflicto— que estaba realizando América Solidaria, en conjunto con los gobiernos colombiano y chileno. Se dio cuenta, entonces, de que existía la oportunidad de viajar a Chile, un país del que sabía muy poco, pero del que podía aprender sobre el trabajo productivo; sobre las posibilidades que podían existir para la gente de su tierra que sólo conocía muertos, balas y bombas.

 

 

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Tomás Reyes, director ejecutivo de América Solidaria Chile, cree que el proceso de construcción de paz colombiano es, probablemente, el acontecimiento social más grande que ha tenido Latinoamérica en el último tiempo. Un momento del que no podían quedar fuera. Entonces decidieron diseñar, en conjunto con la Agencia Presidencial de Cooperación Internacional colombiana y la Agencia Chilena de Cooperación Internacional, un programa de voluntariado diferente al que acostumbraban. Si bien enviarían jóvenes chilenos profesionales a las zonas más complejas —como Tumaco, el Cauca o El Carmen de Bolívar— para poder capacitar a las comunidades en la producción agropecuaria, también invitarían, por seis meses —entre mayo y noviembre de este año—, a seis colombianos.

En los primeros tres meses  —que fueron en Santiago y teóricos— profundizaron sus “habilidades blandas”: se les enseñó a resolver conflictos, a liderar, a trabajar en equipo, a conocerse. Además, se les instruyó en distintos modelos de negocios, especialmente sobre cooperativas —como las que tienen en Colombia— para aplicarlos en sus comunidades. Los tres últimos meses fueron en la Universidad de Concepción, donde visitaron las pequeñas y medianas empresas rurales de la zona para conocer los procesos de producción agropecuaria e industrial. A la vez, debieron generar “planes de réplica” para sus propias comunidades en Colombia, con el fin de reactivar económicamente los territorios azotados por la guerra.

—En esos lugares, es difícil decirlo, pero el trabajo oficial era la guerra. Entonces, al desarmar esa guerra, tenemos que aprender a hacer otro trabajo. El objetivo central es aprender un nuevo oficio. Es poder decir ya no tengo que volver a dedicarme a eso porque existe algo más o, al menos, el principio de algo más —señala Reyes.

Andrés Bernal está de acuerdo. Lo sabe, dice, porque lo vivió:

—Las alternativas que uno tiene como niño allá no son muchas. O trabajas desde muy temprano si no tienes una familia que te apoye con el estudio o te dedicas al deporte y tienes suerte, o bien optas por el narcotráfico o los grupos armados. Yo vi a muchos amigos morir yéndose a la guerrilla, a los paramilitares, al ejército o siendo narcos. Uno cuando es joven cree que las amistades son para siempre, pero la vida allá en Colombia te va quitando a las personas.

 

 

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Para los misak, un pueblo indígena que habita el Cauca —al sur de Colombia—, la tierra es sagrada. Los guambianos, como se les dice, son hijos del agua: su historia cuenta que un día la laguna hembra y la laguna macho se unieron y dieron a luz al primer misak. Tiempo después, esos trozos de tierra donde nacieron, que abarcan largas montañas y ríos que las atraviesan, fueron resguardados por un grupo de ancianos llamados el Cabildo. En ese grupo ancestral existía una regla inquebrantable hace más de cuatro décadas: el territorio no debía unirse ni a la guerrilla —que tenía una fuerte presencia como “zona roja”— ni al ejército que la combatía. Serían neutrales, fieles sólo al territorio que habitaban.

Pero en 2009 hubo un día en que ese acuerdo se rompió. Edwin Velasco (33), miembro de esa comunidad y uno de los jóvenes escogidos para el programa de América Solidaria, recuerda ese momento:

—Estaba con mis amigos, frente a mi casa. Justo donde hay un río, aparecieron ellos: 30 soldados que no había visto nunca. Desde entonces, el ejército colombiano se instaló en nuestra tierra.

Sólo pasarían semanas para que la guerrilla pensara que los misak, cuyo territorio era respetado por no tener bando, habían optado por el ejército. Entonces comenzaron los enfrentamientos, los campesinos muertos por azar, los animales robados y los campos, muy ricos para el cultivo, arrebatados por el conflicto. Los jóvenes, que sólo conocían esa tierra, decidieron migrar a las grandes ciudades.

Servir a la comunidad es una tradición para los misak. Velasco, de hecho, en 2013 se hizo parte de las autoridades ancestrales del territorio, a cargo de verificar que se cumpliera la programación anual de los colegios de su territorio. Hoy, además de ser uno de los líderes de los comuneros indígenas, se dedica a la producción de truchas, un trabajo que escogió gran parte de los habitantes del Cauca que quisieron mantenerse lejos de la guerra.

En Concepción, cuando estaban haciendo su práctica, vieron las ideas que planean implementar en sus territorios:

—Visitamos la producción de salmón, donde pudimos ver cómo funcionan las prácticas acuícolas. En el Cauca tenemos una planta que recién está adecuándose, que está en proceso y nos gustaría mucho tener algo como acá. Tenemos, además, un gran recurso hídrico, pero no le damos el trato que merece —agrega Velasco—. Ahora esperamos que la gente se quede en los territorios. Esperamos promover el apoyo a los jóvenes, a que emprendan. Hoy, luego de la entrega de armas al gobierno colombiano, la gente se puede sentir más segura y puede usar su territorio como tal.

Vilmary Guerrero (30), de piel oscura, pelo negro largo, se dedica a la producción de cacao, y al igual que el resto de su familia, vive en el municipio de Tumaco. Luego de ser seleccionada por las ONG de su territorio por ser dirigente campesina, decidió venir a Chile para poder aprender sobre la agricultura, las pequeñas empresas, las nuevas herramientas que se están usando en la industria, para poder aplicarlo en su tierra. Pero, sobre todo, porque quiere que sus sobrinos tengan una infancia distinta a la de ella, para que sepan trabajar el campo, para que dejen la pobreza, el miedo y la muerte.

Cuando tenía 18 años, Vilmary supo que había dos dioses en el mundo, y no sólo uno, como le habían enseñado. Y lo supo, dice, cuando una mañana vio, a través de la pequeña reja que separaba su casa de la calle, caer al suelo a su tío y cómo la vida se le escapaba después de los balazos que le dio un guerrillero.

—Una dice que tiene que irse de ahí porque esa vida una no la quiere. Yo traté, pero siempre volvía porque mi familia nunca quiso dejar esa tierra maldita —dice hoy, sentada en una pequeña sala en la oficina de América Solidaria en Providencia. Tiene la mirada triste y sus ojos se humedecen cada vez que habla de los suyos.

En Chile, más de una vez pensó en devolverse. El invierno en Santiago le dolía casi tanto como la distancia con su familia:

—Comunicarme ha sido muy difícil, pero pensar que puedo mejorar el futuro de ellos hizo que siguiera —dice—. Lo que vivimos todos nosotros no se olvida, pero tiene que haber futuro.

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