Por Por Carolina Sánchez // Foto: Cristóbal Olivares Octubre 13, 2017

Fue, quizás, la primera vez que estuvo tanto tiempo lejos de casa; la primera vez que conoció esas calles. Cuando Isabella Villanueva, en ese entonces de 17 años, llegó en marzo de 2012 a Santiago, fue para estudiar. Pero también para recorrerlo por primera vez.

Había sido la mejor de su curso en un colegio subvencionado en el norte, obteniendo uno de esos puntajes que revolucionan las estadísticas académicas por completo, y que aparecen sólo una vez cada muchos años. Su situación económica le permitió acceder a una beca y su desempeño escolar le abrió las puertas al único lugar que le interesaba: la Universidad de Chile. Sin embargo, su sueño no se cumpliría del todo. O eso creyó, al menos, durante mucho tiempo.

“Cuando existe una mirada política de la sustentabilidad, te das cuenta de que o sacrificas mucho y eres consecuente o tienes una incongruencia siempre”, dice Villanueva.

A pesar de los ensayos y de los preuniversitarios hasta tarde, no consiguió entrar a Medicina. Villanueva, de pelo negro, ojos oscuros, tez blanca y rulos porfiados, como ella, no se rindió. Entró a Bachillerato y, después de un año, pensó, podría ingresar donde quería. Pero la realidad le llegó de golpe. Se encontró con cientos de mejores alumnos, de mejores colegios, cuyos puntajes estaban lejos de ser una excepción como la de ella.

Antes de que el primer año terminara, abandonó los estudios. Se dio cuenta de que jamás lograría entrar a Medicina y que, a diferencia de lo que había creído siempre, ese quizás no sería su camino. Decidió, entonces, volver a usar su puntaje e inscribirse en Ingeniería. De esa carrera, dice, sólo tenía la noción de que se construían cosas, hacían edificios.

 

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Es marzo de 2014, y han pasado tres años desde que la joven llegó a Santiago. Es, también, el tercer departamento al que debe llegar. Los primeros fallaron por diferentes razones, pero este parece ser el definitivo. Lo mejor del nuevo lugar, piensa ella, es ese balcón: amplio, blanco, con pequeños maceteros de un dueño anterior. Entonces, decidió construir un huerto. Intentar, quizás, cosechar tomates, lechugas, cebollas. Hace un tiempo que la sustentabilidad, el cambio climático, recorría sus pensamientos.

Pero luego vendrían las primeras vacaciones del año y ella volvería al norte, junto a su madre. Decidió, entonces, crear un sistema de riego automático —con una botella, una pita y un algodón— que permitiera que las cosechas no murieran en su ausencia. Con cada goteo, lento, certero, esas plantas sobrevivirían. Esa, quizás, fue la primera vez que notó que la ingeniería y la sustentabilidad podían —y debían— convivir.

Tiempo después conocería a la profesora Laura Gallardo, directora del Centro de Ciencia del Clima y la Resiliencia de la U. de Chile, y quien fue, según Villanueva, el punto de quiebre. Las clases con la científica y una de las pocas mujeres que enseñan en Beauchef revolucionó todo lo que creía saber sobre la ingeniería y de esa extraña pero necesaria relación con el medioambiente.

—Me transmitió que el cambio climático no se genera porque las industrias producen y producen CO2, sino porque hay un modelo productivo que hace más de 50 años ha ocasionado que estemos en esta situación crítica mundial a nivel medioambiental. Me hizo ver que había mucho más. Entonces decidí ponerme a investigar, a generar proyectos —dice Villanueva.

Es difícil olvidar cuánto cambió su vida cuando decidió dedicarse a la sustentabilidad. En ese tiempo, tomó una decisión crucial: no sería una “teórica sustentable”. Si quería dedicar su vida a eso, debía tomar medidas concretas.

—Cuando existe una mirada política de la sustentabilidad, te das cuenta de que o sacrificas mucho y eres consecuente o vas a tener una incongruencia siempre. Decidí que tenía que cambiar una serie de comportamientos: desde no dejar corriendo el agua mientras me lavo los dientes hasta dejar de comer carne. No quería sólo teorizar sobre algo, quería que todas mis acciones fueran en base a eso —señala.

En ese mismo camino fue que decidió probar con la política universitaria. Obtuvo la mayoría del centro de estudiantes de Ingeniería Civil, y hoy divide su tiempo entre la política y las clases que toma y las que hace. Además, fue invitada por dos profesoras para investigar para su facultad. Mientras con una busca la manera de obtener energía a través de aguas residuales, con otra investiga las percepciones de la sustentabilidad en las instituciones de educación superior con el fin de generar políticas universitarias.

Pero gran parte de su tiempo se va en su último proyecto. Este es el primer reconocimiento oficial que recibe, junto a otras 25 personas y ella como coordinadora.

Cuando la llamaron no sabía muy bien de qué se trataba. Sabía que había postulado el proyecto CEUS —Congreso Estudiantil Universitario de Sustentabilidad—, a diferentes lados buscando fondos, pero no los conocía todos. Por eso cuando la llamaron de la Fundación Recyclápolis por el Premio Nacional de Medio Ambiente, sólo sabía que debía ir a defender su proyecto frente a un jurado. Corrió después de una asamblea y cuando llegó, se dio cuenta de que era algo grande.

—Les gustó, y días después me llamaron para decirme que fuera a la premiación, oficiada por el príncipe de Mónaco en el Palacio Cousiño —añade—. CEUS, que hoy es patrocinado por los ministerios de Energía, Transportes y del Medio Ambiente, y se realizará el 8, 9 y 10 de noviembre, es el espacio para juntar y entregarles las herramientas necesarias a todos los estudiantes que ven la sustentabilidad como el motor de sus vidas y sus profesiones. Es urgente generar una red de futuros profesionales que estén al servicio del desarrollo sostenible del país.

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La sala B03, ubicada en el n° 851 de la calle Beauchef, está repleta. Son poco más de la una de la tarde, hora de almuerzo. Pese a ello, todos los puestos están ocupados, excepto la última fila, que sólo se llena a medida que llegan los que vienen tarde. Las dos pizarras, que ocupan casi la totalidad de la pared, tienen ejercicios. Al frente, está Isabella Villanueva, quien es la profesora auxiliar —una suerte de ayudante— de Fisicoquímica. Los alumnos, quienes se encuentran recuperando el paro del 11 de septiembre, sólo se ríen —y reclaman— cuando hablan de las notas. Pero se tranquilizan cuando saben que fueron de los pocos azules en un universo de rojos.

Han pasado casi seis años desde que pisó, por primera vez, Santiago. Seis años desde que llegó en búsqueda de ser algo que resultó no ser. Pero, también, seis años desde que optó por un camino que terminó por conquistarla.

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