Por Alberto Fuguet, desde Estados Unidos Octubre 26, 2017

Hace casi-un-año (exactamente) me colé a ver los resultados de las elecciones presidenciales de Estados Unidos en el teatro United Artists, un inmenso cine clásico de los años 30 renovado del centro de Los Ángeles, California. Por tres o cuatro horas, tomando vinos del valle de Napa y comiendo popcorn espolvoreado de queso azul, fui parte de un grupillo de millennials ultraliberales-y-progres que miraban con horror cómo la inmensa pantalla conectada a CNN se iba tiñendo de rojo.

Rojo republicano.

Rojo sangre.

Rojo redneck.

Rojo white trash

El teatro es parte del demasiado-hipster y más-caro-de-lo-necesario hotel Ace. Estaba ahí, en el centro de una de las ciudades más liberales del mundo —en un estado que, pase lo que pase, siempre será azul demócrata—, por dos motivos: tener acceso a una de las mejores fiestas de celebración del triunfo de Hillary Clinton (la primera mujer presidenta, la ansiada madame president) y para observar muy de cerca a un grupo representativo de la juventud digital-y-de-Hollywood que se creía muy segura y dueña de sí misma.

Todos, incluyéndome, estábamos seguros de que Hillary ganaría.

Ya sabemos lo que pasó.

Es probable que, simbólicamente, ese día fuera clave.

No fue el fin del mundo pero ¿acaso era el fin de una era? Brexit, el alza de las derechas en Europa, Cataluña. Quizás todo se remeció esa noche. Algo estaba cambiando y ahí estaba mirando cómo los que se creían los dueños veían que quizás ya no lo eran. Esto, con el tiempo, capto que no es tan así: siguen siendo los dueños, pero ahora quizás van a tener que compartir. O deberán entender que hay otro tipo de gente que no piensa como ellos. El mundo es más que una burbuja.

Deambulando por Iowa o Texas, dos territorios pro-Trump, la sensación que queda no es la de un país al borde de una guerra civil o en ruinas o de un campo de concentración in progress. Si uno no tiene acceso a los medios, todo parece relativamente igual que siempre.

La estética —la ética— es otra.

Lo que antes no se hacía o se hacía a escondidas ahora es rutina.

Esa noche en el Ace, los celulares comenzaron a hervir. Las mismas herramientas tan cercanas a la elite digital, como Facebook y Twitter, habían ayudado a que triunfara el payaso que todos (¿todos?) coincidían que podía ser un freak o un cómico o un tipo no calificado y vulgar (un buen show, sin duda, como lo han aprovechado todos los programas cómicos, partiendo por Saturday Night Live) y quizás hasta un aporte para remover el proceso electoral y sacudir el Partido Republicano, pero que, ni en broma, ni en la más infinita de las bromas, podía llegar a ser presidente.

Pero las cosas cambian.

Ya sabemos: ganó.

Lo es. Ya sabemos quién es el nuevo presidente.

Estamos en la era de la broma infinita.

 

***

Hace nueve meses que Trump es presidente, aunque la debacle partió mucho antes del día que ganó perdiendo el voto popular, pero alcanzando los votos electorales estatales necesarios para llegar hasta la más humilde y la menos lujosa mansión donde ha vivido: la Casa Blanca. Trump se hizo el populista pero, más que nada, se aprovechó de una profunda división interna. Yo sigo pensando que Trump ganó el día en que Obama triunfó y cuando comenzó a correr el rumor (la llamada fake news, con la cual está obsesionado, pero que inventa cada día) de que el nuevo presidente no era estadounidense sino africano. Trump se aprovechó de una división feroz entre dos mundos para armarse un lugar. Es, todos lo saben, un pillo. Gente así aparece cuando la polarización supera lo aceptable y se vuelve fanatismo. Azules y rojos, sí, pero más que nada de aquellos con y de aquellos sin. No necesariamente se trata de dinero y oportunidades, sino entre los que se sienten dueños del mundo y hablan de “todo el mundo” y aquellos que se sienten fuera. Hoy, recorriendo algunos estados, observando de cerca, he podido captar que los que se sienten al margen ya no son los que están, en efecto, al margen. Y los que se sienten desplazados son los que no lo están. La sensación es: llegaron los bárbaros, pero aún —hay que decirlo— la barbarie no ha arrasado. Es probable que no ocurra. Hay momentos y episodios y malos manejos, pero deambulando por Iowa o Texas, dos territorios pro Trump, la sensación que queda no es la de un país al borde de una guerra civil o en ruinas o de un campo de concentración in progress. Si uno no tiene acceso a los medios, todo parece relativamente igual que siempre. Ese es, de alguna manera, el estado actual de las cosas. Trump triunfó gracias a los resentidos, a los con la bilis burbujeante, a los picados, a quienes desprecian a los que saben mucho y se enorgullecen de no ser intelectuales.

Conversé y estuve con algunos de los que se sentían empoderados.

Un año después volví para ver si todo estaba tan mal y si Estados Unidos es un país a punto de derrumbarse y si la pesadilla Trump había permeado e intoxicado el ambiente general.

 

***

Flashback: estuve un tiempo antes de las elecciones, durante los últimos meses del segundo período de Obama, justo para las dos convenciones, en sitios tan liberales y “asquerosamente azules” como Portland y Manhattan y el valle del Hudson y las Catskills y Connecticut. Me junté quizás con la gente errada: los que creían que Trump nunca podría ganar. Los que juraban que el ex animador de televisión, figura mediática y multimillonario inmobiliario podía ser un candidato excéntrico que caería por su propio peso. Que, a medida que pasaran los meses, cada tropiezo que diera, cada exabrupto, cada muestra de intolerancia e incultura lo iría sepultando.

Falso.

Todo eso lo ayudó.

¿Intervención rusa? Invento o un mal menor o hasta el apoyo de un posible aliado, me han comentado. Un mal menor. ¿No hubiera sido mejor que Rusia ayudara a que Hillary ganara? ¿Pero no creen que esto es un acto de intervencionismo? Respuesta: Nosotros también intervinimos en otros países. El cinismo es la nueva inocencia falsa. Y capaz que ni sea verdad, argumentan. Pero sí fue cierto que Putin ayudó, pues por fin Rusia dejó de ser nuestro enemigo número uno para ser una suerte de compañero de ruta. Esa es un poco la lógica de los que apoyan a Trump.

Hay algo muy tercermundista ahora en Estados Unidos. El país funciona, aunque el declive está. Quizás no una debacle, pero que se haya llegado a esto tiene algo feroz. ¿En qué momento sucedió? Por otro lado, las actitudes de Trump se asemejan a lo pauteado por dictadores latinoamericanos, aunque dentro de un marco democrático. Trump aún no infringe la Constitución. Pareciera, pero no es así. Eso hace que todo parezca muy república bananera, sobre todo en palacio. Y los dos últimos huracanes le dan un aspecto de realismo mágico. Los desposeídos creen estar en el poder, pero la verdad es que ahí están, por ejemplo, en Houston, a la deriva. Trump dice apoyar a los que se quedaron fuera, pero no es capaz de ver o entender o procesar lo que es innegable: Estados Unidos y el mundo es híbrido, mezclado, café. Trump quizás tenga dos períodos o a lo mejor es derrotado antes o incluso capaz que no lo haga tan mal como todos creemos, pero sí algo es —creo— innegable: será el último presidente intrínsecamente blanco.

Más allá de lo que informa la prensa liberal, la que uno admira y fetichiza, lo cierto es que hay muchísima gente pro-Trump y al parecer no disminuye. ¿Es posible que gane la reelección? Sí. ¿Quién, por el lado demócrata puede hacerle contrapeso hoy? No hay. Y, siguiendo la lógica y las fantasías de la oposición, Trump, por todos sus actos impulsivos y una Casa Blanca descontrolada y desordenada, terminará siendo expulsado, pero muchos consideran que la sola idea de un Presidente Mike Pence sería un desastre. Trump promete más de lo que cumple, grita más de lo que actúa, actúa más de lo que piensa.

Es un show vulgar pero irresistible que dura 24 horas diarias.

Es, sin duda, uno de los espectáculos políticos más fascinantes y adictivos, pero en la calle, en los pueblos, en el día a día, el deterioro de las formas y el empoderamiento de la estupidez, el mal gusto y la pequeñez, del racismo y el desprecio por la ciencia, no es tan notorio. De hecho, nunca pude entrar tan fácilmente por inmigración y, por alguna razón que desconozco, pasé a ser prechequeado por la TSA (Administración de Seguridad en el Transporte de EE.UU.), por lo que me demoré menos en pasar por seguridad (no debí sacar el computador ni sacarme los zapatos). Esto no lo esperaba. Esperaba, claro, interrogatorios en cuartos sin ventanas. Las protestas ya disminuyeron. Un adalid del progresismo, Harvey Weinstein, ligado al cine o a la cultura de las elites, estaba cayendo escalón por escalón por culpa de un artículo del mismo The New York Times, que es tan despreciado y temido por los nuevos tipos a cargo de la capital. La era Trump, al menos por lo que pude comprobar, es más un asunto de Washington. Es ahí donde se producen todos los días insultos a la inteligencia, pero aun así parece que las instituciones americanas funcionan y son superiores al gobierno central.

Hillary Clinton contaba casi todo en su libro de memorias y estaba en la prensa todos los días. Trump insultaba a alguien día por medio, desde lanzando toalla de papel en Puerto Rico o quitándole el piso a su canciller por el tema de Corea. Pero la vida sigue. No se palpa miedo sino, dependiendo de cada lado, éxtasis o agotamiento.

Ya nada sorprende a la oposición.

Más allá de lo que informa la prensa liberal, hay muchísima gente pro-Trump y al parecer no disminuye. ¿Es posible que gane la reelección? Sí. ¿Quién, por el lado demócrata, puede hacerle contrapeso hoy? No hay.

Por el otro lado: todo lo que hace Trump es genial y cualquier gesto del otro lado es visto con desprecio y he notado que surge un nuevo lenguaje. Mientras que la izquierda usa los términos de siempre (inconstitucional, no presidenciable, desatino) e insista, con razón, que quizás el actual presidente es mentalmente inestable o posee rasgos que van desde la incontinencia a un narcisismo que roza lo sicopático, es el lenguaje de la derecha el que me sorprendió.

En Dallas, en un hotel, un matrimonio joven, blanco, tatuado, teñido, de piyama, apagaron, asqueados, una inmensa televisión que transmitía CNN.

—Qué gente tan amargada —me comentaron.

—Tanto judío —le replicó el marido.

Les dije: ¿No confían en CNN?

—Es lo peor. Es gente sin vida, pegada, enojada con la vida, que no saben perder. Es un canal que no para de mentir porque no se atreve a informar la verdad. Los que perdieron no saben perder. Y deberán a acostumbrarse.

Conocí gente que, por sus profesiones y por sus pintas, por sus hobbies y por sus barrios, yo pensé que eran del lado de Hillary y que ahora salen del clóset como pro-Trump. Es bueno que haya un cambio; Trump es poco presidenciable, pero también es divertido. Hace las cosas de otro modo, pero las hace.

El tema de los atletas negros que protestan durante la canción nacional es visto como un acto de desafío heroico por el lado azul; por los seguidores de Trump es simplemente un insulto. Negros millonarios insultando el país que los ha hecho triunfar, me comentó una dentista en un Starbucks de Stanford, Connecticut. Una cosa es no estar de acuerdo, otra insultar el himno. Esas cosas no se hacen. La gente capta eso.

Y, al parecer, estas protestas pacíficas no están resultando.

Trump no ha logrado hacer América grande aún o de nuevo, pero sí más patriotera. Y su real triunfo es que buena parte del país no se escandalice con sus extraños y exasperantes modus operandi, sino que los celebre. Tal cual: todo lo que causa horror en un lado es recibido con aplausos al otro.

Amigos cercanos votaron, para mi sorpresa, por Trump y vitorean sus decisiones. Dice lo que piensa, me cuentan. ¿Miente? Preguntan. Obvio, pero debe hacerlo. Los otros mienten más y la prensa está en su contra. Todos mienten. ¿Kennedy acaso no tuvo amantes? Este no tiene. Quizás tuvo. Trabaja todo el día. ¿Y sus tuiteos?, pregunto. Geniales, simplemente geniales. Una gran manera de hablarle directo al pueblo.

Durante días vi Fox News.

Un asco.

Pero también vi mucho CNN y algo me pasó.

Todos mienten o todos exageran o terminé no confiando en ninguno.

Uno le celebra todo; los otros le condenan todo.

Una cosa es innegable: hay un desprecio o sospecha hacia todo lo civilizado o distinto. Las minorías quizás aún no son perseguidas, pero son ninguneadas, despreciadas. Hay un profundo desinterés por aquellos que muestran interés. Es la fiesta de la mediocridad y lo básico. Aunque, claro, en el otro lado es lo contrario.

Pocas veces he leído mejores análisis que ahora.

La izquierda azul está trabajando tiempo extra.

Esa es la única luz de esperanza. Pero apostar por las ideas, la empatía, la razón, es algo que demora. La masa crítica de oposición es civilizada, culta, articulada, analítica. Quizás ese es el error y la razón que, a tres años de la reelección, yo creo que Trump puede ganar sin mucho problema. Los indecisos desaparecieron. O se fueron a un lado o al otro. Dudo que Trump pierda puntos de su lado. De ser así: ¿De dónde sacarán nuevos conversos los demócratas?

Serán ocho años, no cuatro.

Si es expulsado constitucionalmente (una fantasía que es poco probable que ocurra), se sabe que Pence es Trump con cerebro y contactos y aliados y que es un fanático religioso. Un escritor de Iowa me lo dijo claro: Dios nos proteja de Pence. Trump al menos habla mucho y cumple poco.

¿Será cierto?

Levantará el muro; quizás. Servirá de algo; poco. Los inmigrantes siguen llegando, no huyendo. En Iowa estuve con iraníes gais que me comentaban que USA bajo Trump parece un paraíso de libertades civiles comparado con Teherán. Es cierto: a cada rato surgen alertas rojas que destrozan los nervios pero, por ahora, al menos, las libertades siguen funcionando.

Partiendo por la prensa.

Trump los odia pero no se atreve a —o no puede— hacer mucho al respecto.

¿Es un dictador? No le da para eso.

Es pronto para saber que pasará, pero al parecer las instituciones estadounidenses son, en efecto, más fuertes que su presidente. Estar en EE.UU. bajo Trump no es demasiado distinto que estar bajo el EE.UU. de Bush (que ahora es uno de sus grandes opositores).

Algunos intelectuales de Iowa City sí creen que, poco a poco, grupos de republicanos se cansarán de Trump y le quitarán su apoyo. Pero la debacle no llega. Trump no cree en el cambio climático, pero dos huracanes y temperaturas altas y fuegos descontrolados hacen que la gente, hasta aquellos que votan por Trump, creen que sí es un tema. Una vez alguien me comentó: es mejor que Hillary sea presidenta, pero narrativamente todo será más intenso con Trump.

Y así es.

Mucho ruido, mucha polarización, pero, al final, las mismas nueces con otras ardillas.

 

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