Por Javier Rodríguez Septiembre 1, 2017

Eran cartas largas, de seis, siete páginas. Las letras —infantiles, redondas como las formas que marcarían su vida— eran las de un niño que sufría, que echaba de menos el Albacete de su infancia. Contaba cómo La Masía, esa casa donde conviven los pequeños elegidos por el Barcelona para conformar sus divisiones menores, lo consumía. Le escribía a su amigo José Carlos, ex compañero y arquero del equipo de su pueblo, quien muchos años después vería sentado con su familia cómo ese compañero tímido y blancucho le daría a España su primera copa mundial y dirigiría, en silencio, al Barcelona más exitoso de la historia.

Iniesta, en ese entonces, tenía 12 años. Su familia viajaba semana por medio a verlo, sin escuchar los comentarios del pueblo, que hablaban de un padre que quería ver a su hijo triunfar en el fútbol a toda costa. Eso, al menos, es lo que cuenta el propio Iniesta en La jugada de mi vida (Malpaso), su libro de memorias en el que, dice, intenta recuperar una infancia que no tuvo. Reconstruir, a través de los recuerdos, esa historia que ve lejana, tal como cuando escribía esas largas cartas para volver a Albacete por un momento. Donde se quejaba, sí; pero también daba cuenta de goleadas de su equipo, de los regates de su ídolo Michael Laudrup, de su admiración por Guardiola.

Clubes como el Inter de Milán o de ligas emergentes, como la de Emiratos Árabes, ya le pusieron los ojos encima al jugador.

Y fue el mismo Pep quien le dijo a Xavi Hernández, cuando por primera vez entrenaron los tres juntos, que ese chico manchego que parecía no tener huesos, que casi ni hablaba, les terminaría quitando el puesto a ambos.

Hablar de Iniesta es ir contra la corriente. En tiempos cuando el mercado parece haberse vuelto loco con precios excesivos para jugadores mediocres, cuando el amor por los colores suena a utopía y las estadísticas parecen decidir quién es bueno y quién no, la calidad de un jugador como él podría ser cuestionada.

La mejor defensa la hace, precisamente, su compañero, Gerard Piqué:

—Si lo juzgas por las estadísticas, aplicando la lógica de la película Moneyball, con Brad Pitt, no lo ficharía nadie, porque mete pocos goles y mete pocas asistencias considerando que juega en una posición adelantada, pero nadie imagina al Barça sin Andrés. Cuando él juega todo fluye, te da una sensación que no se puede medir ni cifrar. Es el juego, es el fútbol —dice en el mismo libro.

Un jugador que marca los ritmos, pero a quien también le ha tocado ser el elegido. Como en esa noche en Londres, cuando con un misil de fuera del área eliminó al Chelsea de Hiddink de la Champions League, en semifinales en 2009. La final la jugó en Roma contra el Manchester United, con el físico al límite, tanto así que el cuerpo médico le pidió no chutear al arco.

El Barcelona ganó, pero algo en Iniesta comenzó a romperse.

Luego de ese partido le costó casi cuatro meses volver a las canchas. Se levantaba sin ganas. Jugaba un poco y volvía a desgarrarse. Sentía que la cabeza y el cuerpo iban a ritmos distintos, que no todo era armonía como cuando jugaba en el Barcelona y empezaba a tirar paredes con Messi. Había perdido la confianza. Su cuerpo comenzaba a botar todo lo que se guardaba siempre. Las penas acumuladas desde la infancia, las responsabilidades prematuras. No abrir la boca comenzó a pasarle la cuenta. De tanto pensar en los demás, se olvidó de sí mismo.

Hoy el manchego de 33 años declaró que se planteaba por primera vez el futuro. Que aún no le renovaban su contrato, que vence en 2018.

En eso estaba cuando recibió el llamado de Carles Puyol, el 8 de agosto de 2009: Dani Jarque, su amigo y compañero de generación, el defensa central del Espanyol de Barcelona, había muerto de un infarto mientras hacía la pretemporada con su equipo en Florencia.

Vinieron los tiempos más difíciles: Iniesta adelgazó mucho, no quería comer. Guardiola le dio permiso para abandonar los entrenamientos cuando él quisiera, sin necesidad de avisarle. Había ganado casi todo, pero se sentía vacío. Empezaba un proceso largo para ganarle al cuerpo, a las lesiones, pero sobre todo a la cabeza. Comenzó una terapia para acabar con la depresión que lo tenía hundido. Jugaba y se lesionaba. El Mundial del 2010 estaba cerca y creía que no iba a llegar, pero Vicente del Bosque, entrenador de la selección española, le dijo que lo esperaría.

Alcanzó justo.

En Sudáfrica fue de menos a más y terminó llevando a España a una inédita final. Un partido anómalo, contra una Holanda obrera y fuerte que se parecía mucho más a la antigua Furia Roja, que desde que Luis Aragonés la tomó y ganó la Eurocopa de Austria y Suiza 2008, intentaba jugar siempre con Xavi, David Silva y el mismo Iniesta como símbolos.

El partido fue duro: De Jong le pega una patada en el pecho a Xabi Alonso que en otros lados sería penada con cárcel, Casillas le saca un mano a mano magistral a Robben. Cero a cero. Alargue.

Cuando se cumplen 116 minutos en el Soccer City de Johannesburgo el tiempo, para el pequeño genio, se detiene.

—Cuando controlo la pelota tengo la sensación de que se para el mundo. Sé que es difícil explicarlo. Sé que puede parecer contradictorio, pero el silencio se podía escuchar.

Gol de Iniesta, España es campeona del mundo y, en medio del sonido de las vuvuzelas, el genio invisible por fin explota: corre hacia el banderín del córner para, antes de que lo pillen sus compañeros, mostrar la sorpresa: “Dani Jarque, siempre con nosotros”, decía la camiseta que había preparado. La viuda de su amigo no había vuelto a ver fútbol desde la muerte de su marido. Hasta ese día. Hoy, esa camiseta está en el museo del Espanyol, precisamente uno de los grandes rivales del Barcelona.

La historia de éxitos siguió. Hoy, el manchego, con 33 años, declaró que se planteaba por primera vez el futuro. Que aún no le renovaban su contrato, que vence el próximo año. Clubes como el Inter de Milán o de ligas emergentes como la MLS o la de Emiratos Árabes ya le pusieron los ojos encima a un jugador que dejó de ser titular indiscutido en el Camp Nou.

Iniesta sigue hablando poco. Y probablemente lo seguirá haciendo. Pero cada vez que el partido se ponga difícil, ya sea en Albacete, Barcelona, Italia o Nueva York, él tomará el balón y comenzará a escribir la historia que él quiere vivir.

La jugada de mi vida, Memorias de Andrés Iniesta. A $13.250 en librerías.

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