Por Víctor Hugo Moreno Junio 2, 2017

Lo primero que sintieron fue la densidad de un aire enrarecido, pesado, que se respiraba en Puerto Príncipe, capital de Haití, ese 1 de junio de 2004. Un cielo cargado de humedad y el calor insoportable, mezclado con distintos olores, difíciles de describir. Era, indudablemente, un paisaje desolado. Eso lo recuerden perfectamente aquellos hombres y mujeres que conformaban el primer grupo de uniformados chilenos que llegaron a Puerto Príncipe para ser parte de la Misión de las Naciones Unidas para la Estabilización en Haití (Minustah).

Serían en total 12.395 los elegidos (248 mujeres y 12.247 hombres) para participar en esta misión que el pasado 15 de abril —y luego de 13 años ininterrumpidos de funciones— cerró sus puertas definitivamente para la delegación nacional, en una operación coordinada por el Estado Mayor Conjunto y que estuvo al mando del general de Aviación Arturo Merino Núñez.

En Cabo Haitiano, una localidad de 150 mil habitantes ubicada al noreste de la isla caribeña, se instaló el Batallón Chile. Cada seis meses llegaban al lugar 400 nuevos cascos azules; mientras  otros 400 regresaban a suelo nacional con sus vidas trastocadas por la experiencia. Nadie volvió a ser el mismo.

Durante los meses que duraba cada misión, uniformados del Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea pasaban sus horas en los batallones O´Higgins, Carrera y Prat. Allí estaban sus improvisadas oficinas, dormitorios, comedores. Eran sus lugares de trabajo, pero también sus hogares. Aunque no todos los chilenos estaban en el Batallón. Las policías —Carabineros y PDI— se repartían por distintas ciudades, viviendo una realidad completamente diferente. Tenían que buscar casa y comprar ellos sus propios alimentos. Tenían que mantener el orden y enfrentarse allá afuera, en las calles, con una realidad que no se podía creer: el caos, la pobreza, los escombros, el mundo hecho pedazos. Pero la misión era clara: debían estabilizar Haití, ayudar en lo que pudieran. Y lo hicieron y ganaron experiencias imborrables, y recibieron, también, el afecto del pueblo haitiano; sobre todo de los niños, que les regalaban dibujos, banderas, o algún gesto de cariño. Niños sin futuro que veían en estos cascos azules —con una bandera tricolor en los hombros— una pequeña posibilidad de que la vida, en el futuro, pudiera ser distinta para ellos. Algo un poco mejor.

Suboficial Ester Mountalle, 37 años, enfermera FAch: 2007-2011.

“Sabía poquísimo de Haití cuando llegué, en 2007. Tenía claro que vivían bajo extrema pobreza, pero no mucho más. Me gustaba trabajar en equipo y quería aplicar los conocimientos adquiridos en mis años de estudio como enfermera, quería ayudar. Recuerdo de ese primer viaje que había mucho niño huérfano. Si andábamos en algún tipo de comisión, los veíamos; se tiraban encima de nuestros autos y te decían: “mange, mange (comida, comida). Los comandos que nos dirigían  te ordenaban que mantuvieras la vista al frente, que no los miraras, que no les dieras comida, pues la ONU lo tenía prohibido. Ellos se pegaban al vidrio y te pedían agua, glup, glup , glup. Era muy fuerte vivir eso.

Siempre quise ser enfermera, toda la vida, y enfermera de la Fuerza Aérea. Mi misión allá era atender a las tropas que pudiesen resultar heridas. Hay un evento que recuerdo aún muy claramente. Un día, en la localidad de Jérémie, se inundó un hospital. Tuvimos que ir con helicópteros a evacuar. Ahí estábamos, arriba de un techo evacuando los pacientes como podíamos. Llegamos a Puerto Príncipe con la gente envuelta en paños, casi desnuda, y los trasladamos al hospital. Todo era muy precario. Ese hospital, un edificio de concreto sin ventanas que se llovía entero. Me acuerdo de los pacientes con tarros, protegiéndose de las goteras. El hospital quedaba lejos y las familias instalaban campamentos afuera, donde preparaban comidas para los pacientes.

En 2007, el Batallón apadrinó un orfanato. Al entrar, el golpe era duro. Los niños andaban piluchitos, hacían sus necesidades en el suelo, que era de tierra. Estaban hacinados. Uno entraba y se pegaban como lapa en los pantalones. De un segundo a otro podías tener ocho niños pegados.

Después volví a Chile y regresé en 2010 a Haití. En ese momento todo estaba un poco más ordenado, pero mucha gente te pedía salir de ahí para venir a Chile. Todos veían que la salvación para salir de la pobreza era irse del país. Yo me pongo contenta de ver haitianos en Santiago, caminando por las calles. Ahora son parte del paisaje de Chile”.

“Si te pudiera describir Haití, es Macondo y siempre tuve esa sensación y todavía la tengo. Todo podía pasar. Todo es indescriptible”.

Comisario Elvira Aranda, 42 años, PDI: 2008

“Fui la primera mujer de la PDI que se unió a la misión. Eso permitió abrir puertas para que más mujeres pudieran viajar. Fue una experiencia enriquecedora y compleja. Sí. Hubo momentos difíciles. Recuerdo un día de elecciones, cuando se demoraban en dar los resultados. Por la radio decían que la Minustah era la culpable. La gente marchaba por alrededor nuestro con antorchas, se sentía ruido. Nos dijeron que era probable que nos fueran a atacar No teníamos apoyo militar. Sólo teníamos el arma de servicio. Era nuestra única defensa. Llamé para mi casa para decir que estaba bien. Nunca les dije qué pasaba realmente. Finalmente, todo se pudo resolver. Había mucha tensión, y yo estaba muy lejos de casa”.

Comisario Samuel Espinosa, 42 años, PDI: 2010

“Viví el terremoto de enero de 2010. Ese día me tocó trabajar de noche. Era martes y me levanté a la una de la tarde. Por suerte, me abastecí de muchas cosas, sin saber que el supermercado se iba a caer. Compré víveres, pasé a cargar combustible. Llené la camioneta. Incluso me pasé a cortar el pelo. Sólo me faltó confesarme. Hice toda mi vuelta y me volví a cocinar donde vivía en la parte alta de la casa. Me hice mi arroz de los martes. Mientras cocinaba, como a las cinco, empezó el terremoto. El acceso de la casa estaba por el tercer piso. Tendí a arrancar. Me aguanté en el dintel. Me afirmé. Terminó el terremoto, bajé, saqué la llave y salí a ver cómo estaba todo: el cerro lleno de polvo y la gente gritando. Era un coro de gritos. Comí y luego salí en la camioneta. Había alerta de Tsunami. Era el encargado de ir a buscar a otros colegas para ir a la comisaría asignada. Ya en el plano, observé los primeros muertos y heridos en las plazas. Los edificios se seguían cayendo. Fue como una película de terror. Estaba oscureciendo y tenía que llegar a las casas de mis colegas, pero se me habían perdido las rutas. La gente arrancó. Había vehículos tirados en la calle. Tuve que pasar por las veredas y entremedio de todo lo que había. Sólo pude llegar a la casa de un colega, un nepalés. Entré. Me dio un abrazo. La misión después de eso dio un giro. Pensé en regresar, pero había que cumplir.

Comisario Cristián Ceron, 42 años, PDI: 2011

“Cuando me preguntan si Haití es tal como se ve en las imágenes, yo les digo que es peor. La realidad supera lo que a uno le podían haber explicado en las clases que nos hicieron antes de ir. Allá trabajamos en el combate contra el lavado de dinero y narcotráfico. En ese período hubo dos elecciones presidenciales. Y nos mandaron al norte a llevar las urnas de los votos. Había gente que no quería que se hiciera la elección. Íbamos en un convoy de militares. Escuché que había una emboscada. Tuvimos que dar la vuelta, no teníamos cómo enfrentarnos a la turba. Era un vehículo blindado, pero había adrenalina. Estábamos con cascos, chalecos y con la incertidumbre de qué podía pasar. Finalmente,no ocurrió nada, pero me acuerdo de esa tensión”.

Capitán de corbeta Marcela Vergara, 38 años, Abogada Armada: 2011

“Nos prepararon en el Centro Conjunto para Operaciones de Paz (Cecopac), en La Reina, con clases de derecho internacional para conocer la estructura de la ONU. Tuve que entender cómo funcionaba una misión de paz. Para nosotros se generó algo bien importante. Íbamos como cascos azules y teníamos que jugar bajo las reglas de Naciones Unidas y su código de conducta, pero además seguía vigente nuestra legislación. Una conducta, por ejemplo, que para la ONU fuera inadmisible, para nosotros ni siquiera estaba contemplada en nuestro reglamento interno. Por ejemplo, los temas relativos al abuso sexual. Cualquier conducta de una que pudiese ser entendida de mala forma, como acercarse a un niño. Para una resulta innato hacerles cariño, pero podía ser mal visto. Entonces eso era difícil.

Mi rutina de trabajo era ver las sanciones administrativas que se producían al interior de las tropas de la ONU. Si había un accidente o un acto de indisciplina. Y otras causas, como la pérdida de documentos. También hacía patrullajes y nuestro foco eran mujeres y niños.

Si te pudiera describir Haití, es Macondo, y siempre tuve esa sensación y todavía la tengo. Todo podía pasar. Todo es indescriptible. Desde el olor, los colores, los ruidos, desde entonces  que no he visto ropa más blanca de un blanco que dices: ‘no puedo creer que esta gente ande así de impecable y laven la ropa con un jabón en una palangana y que la secan en unos arbustos’. Unas mujeres con una elegancia única. Para mí es un todo, pero de una pobreza acérrima.

Recuerdo un niñito que con unos botones hizo una figura humana: era él y yo, y estábamos así como tomaditos de las manos. Eso para mí es mi mayor tesoro. Era un niño del orfanato. Yo rezo por él y pienso en él. Le llamábamos Misua. Tenía cinco años”.

“Lecciones aprendidas” es el nombre de una serie de encuentros en donde los participantes de la misión entregarán su experiencia a las nuevas generaciones. También se realizará una ceremonia de reconocimiento a la labor de los uniformados.

Capitán Jacqueline Jara, 37 años, Carabineros: 2013

Estuve un año tres meses en la misión. Regularmente las misiones son de un año para nosotros, pero tuvimos la posibilidad de quedarnos tres meses más debido a un tema de que no había contingente preparado. Trabajaba en la décima comisaría de La Cisterna. Siempre quise participar en una misión. Haití me llamaba particularmente la atención por el tema humanitario. Primero me casé y después vinieron los niños. Entonces tuve a mis hijos, mi marido, y luego ya con su apoyo postulé. Trabajé los primeros meses en el área de logística, para luego ser parte de la escolta de la representante especial de las Naciones Unidas. También fui voluntaria en un orfanato.

Me impresionó la pobreza, la carencia de todo. Yo recuerdo que veía niños deambulando en las calles. Mucha basura; desorden social y político. Era un desorden en el tránsito, en todo ámbito. Y las leyes a veces las toman en sus manos. Al que roba le cortan las manos, al que viola lo entierran en una estaca.

El trabajo en el orfanato fue muy lindo. La relación con los niños se iba dando cada vez más cercana. Tú llegas primero observando mucho, cómo se desarrollan, el entorno, y te da un poco de miedo, porque es algo a lo que no estás acostumbrada. Pero después se va haciendo cada vez más cercano. Los niños te conocen y lo asocian al cariño y al afecto. Te abrazan, son niños muy carentes. Para ellos era más el tema del afecto, de abrazarlos y jugar. Nosotros llevamos pelotas, porque les encantaban, cosas para el colegio. Siempre llevábamos comida. Pero no pedían nada. La idea era poder darles otra mirada a sus vidas. Espero que lo hayamos logrado”.

Comandante Guillermo Castillo, 44 años, Ejército: 2016

Siempre tuve la inquietud de ir a una misión de paz. Desde que partió esto, en 2004, siempre quise ir. Tenía una visión de cómo era, que me la formé con los relatos de los amigos que habían ido. Pero siempre sentí que faltaba algo en esas historias. Cuando estás, te das cuenta de que hay una parte que nadie te puede contar, una experiencia única.

Recibí mucho afecto. Me gustaba cuando salíamos de la guardia, los niños de alrededor conocían perfectamente cuál era mi vehículo. Se paraban  y me saludaban militarmente: sin novedad mi comandante, decían en un español chileno, que aprendieron con las tropas.

Había un chico, el Jimmy, que me regaló una bandera de Haití. Yo le regalé sus útiles escolares, sus cosas para que fuera al colegio y él me llamaba y me decía: Amigo Castillo, ven,  y ahí me daba el tiempo de escucharlo y estar con él. Tenía 10, 11 años. No iba al colegio. Juntamos el dinero con los demás del batallón para que pudiese ir al colegio, porque sus papás no tenían cómo pagarlo. Eso lo hicieron varios integrantes de la misión en forma anónima.

En la bandera me puso un mensaje. Me pidió un lápiz y escribió:

“Oye, compadre, cuando vayas a Chile por favor no me olvides, que yo no me voy a olvidar nunca. Por siempre amigo Castillo. Saludos a la familia Castillo, mi nombre es Jimmy, yo escribo este saludo, para saludar a ustedes en Chile, que Dios los bendiga, proteja su trabajo, que cuide el avión, con mucho gusto y afecto, soy Jimmy”.

Nuevo objetivo: República Centroafricana

Para el ministro de Defensa, José Antonio Gómez, la expedición chilena valió la pena. Se ganó en prestigio y en experiencia.
—La presencia de Chile en Haití ha sido reconocida en Naciones Unidas y en la comunidad haitiana. La presidenta Bachelet fue hace un mes y nos reunimos con el gobierno y hay un reconocimiento. Ese es el principal efecto que se aprecia en el terreno internacional; pero nacionalmente también tiene un efecto., que más de 12 mil hombres fueron a una misión compleja, estar en terreno y no en simulaciones y eso ayuda al mejor alistamiento operacional de las Fuerzas Armadas, estar en contactos con culturas distintas—dice.

Y ya hay una nueva misión en mente.
—La más grande misión en que podemos participar es en Africa, en la República Centroafricana (donde ya hay cuatro oficiales). Estamos trabajando para ver la posibilidad de tener alistada la compañía de ingenieros, helicópteros y médicos. Ahí puede ser una operación importante de Chile en el ámbito humanitario—adelanta Gómez.

 

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