Por Óscar Medina, desde Caracas. Mayo 12, 2017

Esto sucede de lunes a jueves. También los domingos. El mensaje en el grupo de WhatsApp en el que alguien siempre pregunta: “¿Mañana van a llevar a sus niños al colegio?”. La respuesta que más se lee es “no”. Los pocos que dicen que sí han debido hacer algunos cálculos primero: cuál es la agenda de protestas del día siguiente, a qué hora, hacia dónde se moverán los manifestantes, en qué punto de la ciudad los reprimirán y cuáles calles y avenidas terminarán trancadas cuando se replieguen y se organicen para resistir entre nubes de gas lacrimógeno y disparos de perdigones.

Esto es Caracas desde hace ya más de un mes.

Nadie ha acordado un paro educativo, pero en la práctica es casi un hecho. Ocurre en colegios privados, en escuelas públicas y en las universidades. Las marchas y concentraciones en protesta contra el gobierno de Nicolás Maduro puede que tengan el mismo final, pero no se focalizan en un solo lugar. La estrategia del liderazgo opositor es convocar a desplazarse desde distintas zonas con el objetivo —hasta ahora frustrado— de avanzar hasta la sede de alguna institución del Estado en el centro de la capital. Normalmente se plantean trechos largos y las personas ocupan algunas de las vías principales. Otras son bloqueadas por la Guardia Nacional y la Policía Nacional Bolivariana con agentes, vehículos tipo tanqueta y hasta murallas móviles de metal.

Eso no es todo.

El gobierno también decide “por seguridad” paralizar el servicio del medio de transporte más económico: el Metro de Caracas, que moviliza a más de 2 millones de usuarios por jornada. A veces cierra entre 20 y 30 estaciones. Y en otras las cierra todas. También restringen el acceso a quienes intentan trasladarse desde lugares vecinos y ciudades dormitorio: grupos de uniformados trancan el paso o lo permiten a cuentagotas en la entrada principal de la urbe donde conecta con la autopista Regional del Centro (que viene desde los estados de Carabobo y Aragua), o de pronto el autobús de algún organismo oficial se “accidenta” en uno de los túneles de la autopista de La Guaira (la que conecta con Maiquetía, donde está el principal aeropuerto del país) y al mismo tiempo retenes policiales se dedican a inspeccionar con exagerada paciencia los automóviles que bajan desde los Altos Mirandinos por la estrecha carretera Panamericana y también a los que circulan al otro extremo por la vía que comunica con el oriente del país.

Así, queriendo minimizar el impacto de la convocatoria opositora, en realidad la potencian porque hay gente —demasiada gente— que no puede asistir a sus trabajos, ni a sus universidades, ni a sus colegios. Ni a nada. Al menos durante unas cuantas horas.

No es fácil la vida en Caracas en medio de las protestas: caminos cortados, estaciones de metro cerradas, los padres no envían a sus hijos al colegio y tampoco pueden llegar a sus trabajos.

Y quienes tomaron la decisión de llevar a sus hijos se encuentran con cosas así: salones de clases casi vacíos, maestras y profesores que no lograron llegar y el congelamiento de programas de estudio y cátedras acordado para no perjudicar a la mayoría ausente como consecuencia de la situación de conflicto.

En otros casos, como el de Juan Pablo Pernalete, el asunto es más doloroso.

Pernalete estudiaba Contaduría Pública en la Universidad Metropolitana. También era un destacado jugador de baloncesto. Y hay que hablar de él en pasado porque fue asesinado el 26 de abril. La suya y todas las universidades de Caracas se declararon en duelo. Juan Pablo fue víctima de una modalidad que ya se ha vuelto costumbre de los uniformados que participan en la represión de las protestas: le dispararon una bomba lacrimógena directo al cuerpo y a poca distancia. El impacto le fracturó el esternón, le perforó los pulmones y le produjo un paro cardiaco.

Eso dice el informe forense, aunque la maquinaria de medios gubernamentales ha tratado de presentar una versión diferente. Los testigos del hecho esa tarde de protestas en la urbanización Altamira —y algunos reporteros— señalan a un funcionario de la Guardia Nacional como autor del disparo. Juan Pablo tenía 20 años de edad.

 

***

 

Armando Cañizales apenas llegó a los 17. Participaba en las protestas del 4 de mayo en Las Mercedes, una zona comercial y residencial en la que suelen replegarse los manifestantes cuando les cortan la intención de ir hasta el centro —ese día intentaban llegar a la Asamblea Nacional— y la represión se hace insoportable en la autopista Francisco Fajardo. Armando estaba protegido contra el efecto de las lacrimógenas, pero fue otra cosa lo que lo mató. Un “proyectil” impactó contra su máscara antigás, la rompió y entró por su tráquea: paro cardiorrespiratorio.

La versión oficial es que el joven estaba en la “línea de fuego” entre los manifestantes y los uniformados, y que el “proyectil” fue una esfera metálica proveniente de un arma de fabricación casera. La extraoficial asegura que esa tarde y en ese sitio la Guardia Nacional disparaba “metras” (canicas) contra los opositores.

El asesinato de Armando generó una tristeza especial. Por su edad y por el hecho de que era músico: tocaba la viola en la Orquesta José Francisco del Castillo. Sus compañeros tocaron para despedirlo en el funeral. Y las conmovedoras imágenes de esos momentos —el 5 de mayo— despertaron algunas fibras dormidas más allá de Venezuela: por primera vez el director de orquesta Gustavo Dudamel expresó —desde Los Ángeles— su rechazo a la acción represora del gobierno. También lo hicieron los músicos Rubén Blades (Panamá), Residente (Puerto Rico) y Jorge Drexler (Uruguay).

La alcaldía de Baruta, el municipio capitalino donde vivió Armando, decretó tres días de duelo.

Y por eso hoy, sábado 6 de mayo, Gustavo B. está indignado. Estamos en el balcón de su amplio apartamento en una loma de la urbanización Santa Fe. En uno de los edificios cercanos hay una fiesta animada con pinchadiscos y banda en vivo. El sonido es atronador y desentona con el ambiente apacible y lujoso de la zona. Para Gustavo es irrespetuoso que alguien festeje de esta manera tan ruidosa en medio de una situación así. A través de la asociación de vecinos a la que pertenece de forma muy activa ha logrado que bajen un poco los decibeles. Pero sólo por unos minutos: la celebración recobra sus bríos y Gustavo decide, finalmente, llamar a la policía municipal.

Explica que no se trata de una emergencia, pero que quiere denunciar ruidos molestos y también saber si el luto declarado por el alcalde debería tener algún efecto particular en casos como este. Al otro lado de la línea le dicen que sí y que pronto enviarán a unos agentes para mediar en la situación.

El lunes se da este intercambio de mensajes:

—¿Qué pasó con la fiesta? ¿Finalmente fue la policía?

—No pana, llamé tres veces más hasta que me rendí. Esto es el salvaje oeste.

 

***

 

Teresa nació en algún lugar de la costa colombiana, cerca de Cartagena, y desde muy pequeña vive en Venezuela. Al igual que su madre, sólo ha conocido un oficio: el trabajo como empleada doméstica.

—Teresa, ¿tú no vas a las marchas? ¿No te atreves a marchar?

—No, no, no. Yo soy muy cobarde. Cuando veo cómo se pone eso, me da mucho miedo.

Tiene razón: es como para tener miedo. Teresa forma parte de ese grupo social que está muy atareado en sobrevivir y que no procesa otra información más allá de lo que se comenta en el barrio. Aquí cuando dices barrio no es como en los tangos: se refiere a las zonas más pobres, a escaleras que se empinan cerro arriba. Teresa trabaja limpiando en cuatro o cinco casas diferentes, pero cada semana hay un día en el que falta a uno de sus empleos: cuando le toca
—de acuerdo al último número de su cédula de identidad— pasar horas haciendo fila en la entrada de un supermercado a la espera de ver qué productos de precios regulados llegan —aceite, harina de maíz, arroz— y a rogar por la suerte de que no se agoten.

Con eso comen ella y su hijo. Y hacen trueque en el barrio. También le tiene fe al programa de bolsas de comida que el gobierno vende a bajo precio a través de los consejos comunales. Pero de esas sólo ha visto dos en lo que va del año.

La producción de alimentos en el país es casi nula. A partir del año 2003 la revolución de Hugo Chávez decidió que para poner freno a las apetencias del capitalismo empresarial había que controlar los precios. Después la emprendió contra el sector agrícola y la industria en general. Más de 4 millones de hectáreas de tierra fueron “intervenidas” o expropiadas —en realidad, arrebatadas a sus dueños—, lo mismo que importantes empresas. Las que no fueron tomadas, terminaron quebradas por el efecto de nuevas leyes, controles de precios, arbitrariedades en la aplicación de normas y especialmente quedaron asfixiadas al no disponer de un elemento que es el oxígeno de una economía importadora: las divisas. Se calcula que de las 800 mil empresas que existían en 1998, antes de la llegada de Chávez al poder, al cierre del año 2016 sólo quedaban alrededor de 230 mil.

En Venezuela, el Estado tiene el monopolio de los dólares. Y, por supuesto, el mercado negro es un gran negocio. Hay una cotización oficial —sólo para privilegiados— y una real que va hacia arriba a medida que la crisis económica se hace peor: la de la web independiente DolarToday. Esa es la que fija el verdadero precio. El ex ministro de Planificación y Finanzas Jorge Giordani, en un giro inesperado, denunció en el año 2013 que a través del mecanismo de asignación de divisas preferenciales se “desvanecieron” 25 mil millones de dólares por la vía de importaciones fantasmas y empresas de maletín.

Nicolás Maduro profundizó y empeoró lo que Chávez dejó. Hoy el Estado —y en particular los militares— tiene en sus manos la mayor red de importación y distribución de alimentos y medicinas. Y los resultados de ese manejo están a la vista: anaqueles semivacíos y una escasez en comida y medicamentos calculada entre 80 y 90%, a lo que se suma una inflación que algunos expertos estiman en 700% y otros en torno a 1.000% de manera extraoficial porque hace años que el Banco Central se niega a informar sus números. En 2017, el Índice de Miseria de la agencia Bloomberg ubicó a Venezuela por tercer año consecutivo como la nación con la economía “más miserable” del mundo. También está al tope de los países más violentos: en 2016 fueron asesinadas más de 28 mil personas.

Por si no queda clara la idea: hoy en Venezuela ni Teresa, que vive en un barrio, ni Gustavo, quien disfruta de cierta holgura económica, pueden ir tranquilamente a comprar papel confort el día que se les acaba. Para eso hay que acudir al mercado paralelo: a eso que llaman aquí los bachaqueros y pagar el equivalente a varias veces su valor. Lo mismo pasa con el azúcar, el arroz y la harina para hacer arepas.

Tampoco pueden conseguir pan. El gobierno es el único importador de trigo. Pero congeló el precio del pan y ordenó cómo, cuándo y a qué hora las panaderías deben hacer y vender el producto. Trigo suficiente ya no hay. Pan tampoco. Y largas filas de personas esperan a las puertas de las panaderías a ver si tienen la fortuna de salir con una canilla bajo el brazo (llamar a eso baguette sería exagerar).

***

 

Casi 2.000 personas detenidas, 50 muertos y cientos de heridos desde el 6 de abril. Pero la vida sigue. La semana ha sido terrible. Imágenes de jóvenes atropellados por una tanqueta, de una orquesta que toca y llora en un cementerio, de unos guerreros casi niños enfrentados a los uniformados, de restos de barricadas —basura, desechos y piedras— en calles y avenidas; denuncias de civiles que serán juzgados en tribunales militares; de urbanizaciones hostigadas por la Guardia y por esos grupos armados a los que llaman “colectivos” y que en realidad son paramilitares alentados por el propio gobierno. En fin. Es domingo. Han pasado dos o tres días sin verse y la pareja que protagoniza esta parte de la historia ha decidido que hoy se van a dar un pequeño lujo.

Están en un restaurante italiano. Ella se angustia un poco: ¿Esto está bien? Ha ido a todas las marchas. También se ha ocupado de informar: tiene un exitoso programa de radio matutino de corte humorístico en el que han sabido ponerse serios cuando la situación lo amerita. Él escribe análisis y comentarios sobre la situación política en un website y por primera vez le formula a ella la pregunta que todos los venezolanos se hacen cada vez que conversan: ¿Cómo crees que terminará esto?

En estos días agitados todo venezolano con un teléfono inteligente tiene una relación compulsiva con Twitter: es la forma de saber lo que está ocurriendo en las calles, de documentar los excesos de la represión y plantear estrategias.

—No lo tengo claro, pero sé que es un momento decisivo. Si el gobierno se impone, aquí ya no habrá lugar para nosotros. Yo no tengo plan B, no quiero irme de Venezuela, pero tampoco quiero estar en un país en el que me traten como enemiga. Así que hay que seguir y aumentar la presión. Hacer que esto valga la pena.

Tras un momento de silencio, añade: “Mi agenda es esta, la que proponen los líderes de la oposición. Voy a seguir marchando y ayudando en lo que pueda”. Minutos después pasa por Twitter la convocatoria de la Mesa de la Unidad Democrática para la semana y repite allí lo que acaba de decir. Su cuenta la siguen más de 92 mil personas: el mensaje aporta.

Aquí Twitter se convirtió rápidamente en una herramienta para la discusión política. Se informa y se desinforma. La televisión abierta se autocensura: o por complacer al gobierno o por amenazas de sanciones y cierres. A la radio le ocurre algo similar, salvo excepciones. Y la prensa escrita agoniza. Por suerte, algunas buenas webs cubren el vacío.

A partir del año 2002 la revolución les declaró la guerra a los medios independientes tradicionales. Y ha logrado silenciarlos mientras, al mismo tiempo, desarrolló su doctrina de “hegemonía comunicacional” a través de una plataforma aplastante.

Pero en Twitter todavía hay libertad, aunque existen casos de personas apresadas por tuitear. Y en estos días agitados todo venezolano con un teléfono inteligente tiene una relación compulsiva con Twitter: es la forma de saber lo que está ocurriendo en las calles, de documentar los excesos de la represión y plantear estrategias. Por una parte, la gente entendió el poder de hacer y difundir videos y fotografías. Y, por otra, todos aquí nos creemos analistas políticos. Todos tenemos los nervios de punta. Todos creemos saber lo que se debe hacer. Y eso incluye propuestas —que también viajan por WhatsApp— como arrojar pintura a los vidrios de las tanquetas y lanzar bolsas con excremento humano a los piquetes de uniformados. A eso lo bautizaron “puputovs”.

El gobierno, por su parte, no sólo utiliza sus cuentas para difundir propaganda: ha llegado a exponer con fotos y nombres a manifestantes como si se tratara de terroristas. Y eso es lo que vende su narrativa: están bajo ataque de una conspiración de la derecha.

En realidad, lo que pide la oposición venezolana es muy claro: elecciones generales, respeto a la Constitución y a los derechos humanos, y libertad para los presos políticos. Encuestas recientes ubican la aprobación de la gestión de Maduro en una franja que va de 17% a 20%. Con eso no gana una elección. Y su respuesta a las exigencias ha sido anular a la mayoría opositora del Parlamento a fuerza de decisiones del Tribunal Supremo de Justicia y proponer una convocatoria a una constituyente “popular”, que prácticamente deja por fuera a los partidos políticos, que no estará sometida a votación abierta y concede un alto margen de decisión a organizaciones alineadas y controladas por el Ejecutivo.

Esas son fuerzas que se enfrentan en una pelea desigual en las calles de Caracas y de varias otras ciudades venezolanas. Casi a diario. Hoy, por ejemplo. En este mismo momento en que escribo estas líneas se escuchan las detonaciones de bombas lacrimógenas en la autopista cercana y el efecto de los gases comienza a colarse
—otra vez— por las ventanas.

Relacionados