Por Javier Rodríguez / Fotos: Marcelo Segura Marzo 10, 2017

Al frente suyo está Boris Gelfand (49), israelí, ex vicecampeón mundial y número 13 del mundo. A Cristóbal Henríquez le sudan las manos, siente que su cuerpo está lleno de energía y no sabe qué hacer con ella. A su alrededor hay gente que sólo ha visto en revistas: el ruso Veselin Topalov, y el checo David Navara, dos de los mejores ajedrecistas actuales.

El checo ve a este chileno, que aún no cumple los veinte años, y le da las buenas tardes en español. Para Cristóbal Henríquez, que por primera vez juega un campeonato mundial, que viajó más de 40 horas para dejar su casa en La Florida y llegar a Bakú, Azerbaiyán, ese gesto fue clave. Una pequeña muestra de cariño en un escenario tan frío como una partida de ajedrez lo llenó de confianza.

Y aguantó. La primera partida duró más de cinco horas y media pero, a pesar de que Gelfand lo tenía acorralado, Henríquez se defendió hasta sacarle un empate. Era el resultado de analizar cientos de partidas de Gélfand. Las horas navegando por Chess Data Base, la web que acumula las partidas de todos los jugadores de ajedrez rankeados mundialmente, y simulando  movimientos en el módulo Houdini, un programa que toma las mejores decisiones en cada movimiento y en cada situación, comenzaban a dar frutos.

Henríquez sabe que debe salir de Chile. El año pasado Daniel Yarur le ofreció pagarle un entrenamiento completo en Cuba, donde está radicado el otro gran exponente nacional, Iván Morovic.

Henríquez se despide de su contrincante, toma el ascensor del hotel donde se celebra el torneo y alojan los jugadores, y se abraza con su entrenador. Se puede. Arriba Rodrigo Vásquez, su entrenador, seguía la partida por streaming e iba relatándola por chat a dos grupos de más de cien personas. Cristóbal, por su parte, no tiene WhatsApp: es que es nulo socialmente, no le gusta, explica. Prefiere quedarse encerrado en su pieza estudiando partidas y jugando online que salir.

(Para ganar el match en un torneo de ajedrez, el jugador debe ganar dos partidas seguidas. De no hacerlo, se va a un desempate al mejor de cuatro).

Segunda partida, otra vez tablas. Al día siguiente, nuevo empate. Henríquez ya celebraba: todos —incluido él mismo— contaban con paliza por parte de Gelfand entre las posibilidades. Nunca un chileno había llegado tan lejos en un mundial de ajedrez. Él estaba a punto.

Cuarta partida. El juego no avanza, cada uno se apega a su libreto. Dan un descanso de media hora y Vásquez le dice que esté tranquilo, que confíe en la preparación y salga a ganar porque, seguramente, Gelfand pensaría que cambiaría su estrategia en la partida final. Pero no, Henríquez se apega al libreto.  El israelita comete un error, el chileno le come piezas y en su cabeza comienza a sonar, en un loop infinito, Sheep de Pink Floyd. Siempre que juega, en su cabeza gira el disco Animals de la misma banda, pero en esa última partida, la canción se quedó pegada. Es su mantra.

Ahora las cosas son realmente lo que parecen/ no, este no es un mal sueño/ El señor es mi pastor/ no desearé que me haga caer colina abajo/ y a través de verdes pastos/ me condujo por las silenciosas aguas/ con cuchillos brillantes.

Siete jugadas antes de que terminara la partida, Henríquez sabía que había ganado.

—Terminó la partida y en el ascensor apreté el puño a lo Nico Massú. No soy bueno para las groserías, pero cuando llegué a la pieza gritamos: ¡Vamos CTM!

En la siguiente ronda perdió contra el peruano Julio Granda, partida que no prepararon con anterioridad porque ni ellos creían que ganarían contra Gelfand.

***

—Todavía se puede defender.

— No. Jaque mate.

— Que mueva la torre.

Cristóbal Henríquez tenía cuatro años cuando sucedió este diálogo. Su padre, constructor civil, jugaba con su hijo mayor mientras Cristóbal miraba. Él, muy chico para jugar, había aprendido los movimientos de memoria, observándolos.

Luego de eso Óscar, el padre, lo llevó a él y a su hermano a un taller en una iglesia cerca del metro Bellavista de La Florida, donde jugaban con gente de su edad, pero también con jubilados mañosos. Al contrario de lo que se podría pensar, a Henríquez le costó mucho ganar su primera partida. Al año siguiente, en Paine, salió tercero en el torneo sub-12 de Chile, jugando contra rivales siete años mayores. Le regalaron un chocolate, su primer trofeo.

Henríquez ya tenía claro lo que quería ser cuando grande. En su colegio, el Pierre Teilhard, tenían una tarea llamada “Trapitos al sol” donde cada uno ponía qué quería para su futuro. Mientras sus compañeros y compañeras se dibujaban como astronautas o futbolistas, él escribió: ser ajedrecista, jugar torneos por Europa y llegar a un rating de 2.800 Elo, el máximo al que puede aspirar un ajedrecista. Él ha llegado a 2.538.

Se dio cuenta de que la única forma de cumplir su sueño era agregando horas de entrenamiento y, también, de estudio. Su padre lo inscribió en un curso en la municipalidad de Las Condes, donde entrenaba con el cubano Jesús Hernández, ex jugador profesional, del que aprendió entre el olor a café de grano y a cigarros, que fumaba uno tras otro. Pero el entrenamiento no terminaba ahí: en la noche Henríquez llegaba a leer las ediciones antiguas de revistas especializadas como Peón de Rey que su padre le compraba.

A los nueve ganó el Campeonato Panamericano Sub-10 en Cuenca, Ecuador. Era la primera vez que viajaba, ya que el año anterior no había podido hacerlo por problemas económicos.

Su padre pedía préstamos para que viajara. A los 12, ya sabía que su hijo no seguiría otro camino. A pesar de sus malas notas y pésima conducta —Henríquez admite que le gustaba ser el florero del curso— lo inscribió en el Instituto Nacional. Y quedó.

En el, según él, mejor colegio de Chile, las cosas cambiaron. Dejó de ser el payaso y comenzó a ser más introvertido. Se conectaba al mediodía a la página del Internet Chess Club, a la misma hora a la que se metían los mejores del mundo. Jugaba hasta las 13.20 y partía corriendo al colegio, al que casi siempre llegaba atrasado. Clases y luego, tipo 20.00 se pasaba al Club Chile, en calle Serrano, donde seguía el entrenamiento.

Le tocó la toma del 2011, donde no se involucró mucho debido a su timidez. Pero luego, cuando se tomaron el colegio en 2013, entró con todo: pasó a ser parte del Colectivo Acción Libertaria y organizaba talleres  para entretener a sus compañeros en la resistencia.

El Instituto Nacional hizo lo que Gélfand no pudo: lo masacró. Le iba pésimo. El ajedrez y los estudios eran incompatibles. Tenía que tomar una opción: terminó ese año con exámenes libres y tercero y cuarto medio en un dos por uno. Todo esto mientras se convertía en promesa y su padre acumulaba deudas.

Luego del Mundial donde derrotó a Gelfandvino la final del torneo chileno en Valdivia, donde salió tercero. Después viajó al circuito catalán, uno de los más fuertes del mundo. Con rabia veía las delegaciones de la India, donde niños de nueve años se codeaban contra los mejores del mundo. Pero Henríquez se sentía bien. A la vuelta de ese viaje se fue a Talca, a concentrarse y prepararse para el torneo chileno, a realizarse en el tercer piso de Correos de Chile a finales de febrero.

—Había bajado de peso y salía a trotar, algo que nunca había hecho en mi vida.

Pero este año, medio incomprensiblemente, otra vez perdió. Él dice que no se confió, que sólo quiso jugar agresivo y que los descuidos lo mataron. Su entrenador, Rodrigo Vásquez, no está tan de acuerdo.

—No le puso tanto empeño. Tiene que mejorar hartas cosas, no frenarse él mismo. Cuando salió 25 del mundo le fue muy bien y luego se relajó —dice Vásquez.

El ganador del torneo obtenía pasajes para los torneos clasificatorios de Buenos Aires y Medellín, en abril y junio, respectivamente. Y esa derrota puede causar que la mayor promesa del ajedrez chileno, ni siquiera compita para ir al próximo Mundial a batir su récord.

***

Henríquez sabe que la única forma de seguir mejorando es salir de Chile. El año pasado, de hecho, estuvo a punto de irse a entrenar a Cuba, donde está radicado Iván Morovic, el otro gran exponente chileno. Daniel Yarur, histórico entusiasta del tablero, le ofreció pagar el entrenamiento completo, pero coincidía con el circuito catalán. Ahora, quiere retomar el ofrecimiento.  Mientras, sigue entrenando en Fundacek, una fundación que financia a talentos jóvenes de todos los ámbitos.

—¿Es muy solitaria la vida del ajedrecista?

—Bastante. Cuando chico viajaba con saco de dormir y pedía alojarme en las sedes. Uno pasa encerrado, conversa poco con los otros jugadores, estás lejos de la familia. Pero me gusta demasiado jugar, entonces me da lo mismo.

—¿Cuál es tu techo?

—Quiero ser el mejor en la historia de Chile. Superar a Morovic, que ganó un campeonato muy importante en Las Palmas, España, fue el analista del ruso Anatoli Karpov. Es difícil tener una medición para elegir al mejor de la historia. Yo he sido el único en pasar rondas en la copa del mundo. Pero ahora con mi nivel no estoy para ser el mejor.

—¿Como haces para salir de estos momentos difíciles?

—Empezando a entrenar de a poco. Estoy cambiando mi forma de jugar a una más agresiva, como Bobby Fischer, que le dedicó su vida al ajedrez. Incluso murió a los 64 años, el número de casillas del tablero.

—¿Qué significa dedicarle la vida al ajedrez? ¿Nunca te has planteado estudiar o algo así?

—Es que, como dijo Charles Bukowski: no hay otro camino. Y nunca lo hubo.

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