Por Alberto Fuguet, desde Los Ángeles. Noviembre 11, 2016

Hay otro tipo de golpes que vienen de dentro, que uno no nota hasta que es demasiado tarde para hacer algo con respecto a ellos, hasta que se da cuenta de modo definitivo de que en cierto sentido ya no volverá a ser un hombre tan sano. El primer tipo de derrumbe parece producirse con rapidez, el segundo tipo se produce casi sin que uno lo advierta, pero de hecho se percibe de repente.

F. Scott Fitzgerald

El presidente Obama dijo que el sol salió hoy.

Es cierto, pero todo está bastante oscuro igual.

La vida sigue igual acá en este sector de Los Ángeles cerca del mar y el aeropuerto, desde donde despacho estas notas, pero ya se siente un estado de guerra. O, al menos, de paranoia, temor, un intenso sentido de apabullamiento, un desgano, un asco generalizado, dientes apretados. La gente de color, los intelectuales, los empoderados, de pronto se notan frágiles. Si estuviera en Pennsylvania, pienso, o en la Florida que no conocen los turistas, en Wisconsin y Michigan y Ohio, en los estados que se dieron vuelta o se volvieron rojos, quizás estaría compartiendo donuts y cafés con los vencedores y alabando lo mina que es Melania.

Hay gente contenta hoy en este país y ganaron.

No sólo ganaron, arrasaron.

Ya he conocido un par desde temprano.

Quizás por eso no puedo tragar mi donut y ando alterado y mi café me tiene más alerta y cafeinado que de costumbre.

People watch U

Antes de venir por temas académicos a Los Ángeles y UCLA, me junté con el nuevo director de Qué Pasa. Le conté que venía para acá. “Quién crees que gana”, me preguntó. Sin pensarlo, porque además había estado dos veces durante el verano americano en la época de las primarias, dije Hillary.

Luego le dije: “Aunque como narrativa es mejor que pierda”.

“Periodísticamente es mucho mejor”, le comenté.

Ahora pienso: esto es el fin, tiene algo de derrumbe, de caída; sin duda que lo que vi anoche acá es histórico. Histórico en el mal sentido.

Esto es literatura.

Literatura pulp, sagas distópicas, literatura barata o masiva, es ciencia ficción, es la razón por la que la gente se obsesiona con zombis y catástrofes, es el tipo de cine que ahora gusta tanto: superhéroes y villanos y buenos y malos y Lex Luthor como presidente y They Live de Carpenter y, por cierto, Idiocracy, la cinta de Mike Judge, el creador de Beavis and Butt-Head, que al final fue atajado por los poderes de Hollywood por mal gusto y mala leche. Hoy el mal gusto, la mala leche, la idiotez, la cultura del resentimiento y el racismo han triunfado. Esto es el triunfo de la grasa, de la traición (latinos votando contra otros latinos), de la América real: racista, resentida, asustada, aterrada.

Histórico, sin duda.

Histórico, sí.

No vi que esto iba a suceder. Acá la división es dura: un país (y capaz que un mundo) extremadamente dividido, no sólo ideológicamente y económicamente, también culturalmente. Acá lo más patente es el tema de clase. Y de raza. Otros valores, otros gustos. Acá votaron los blancos no educados.

No me haré el pitoniso.

No vi que esto iba a suceder. Al parecer nadie, aunque quién es nadie. Nadie logra ganar. Acá la división es dura: un país (y capaz que un mundo) extremadamente dividido, no sólo ideológicamente y económicamente, también culturalmente. Acá lo más patente es el tema de clase. Y de raza. Otros valores, otros gustos. Acá votaron los blancos no educados. Votaron a favor de Trump y desecharon a Clinton, pero acaso realmente votaron contra Obama: que nunca vuelva a suceder. Que nunca más haya un presidente negro. Esto, claro, sucederá. Habrá uno latino, uno negro, uno asiático quizás, y habrá una mujer que romperá el techo de cristal, para citar a Hillary. Pero no aún. Esa gente no educada, la moral Walmart, aquellos que van a Kmart y no a Whole Foods, que quizás fueron expulsados de Brooklyn, son los que alzaron la voz.

The real America.

Un último presidente; un deseo de no dejar que los otros ganen.

Y ganaron.

El otro día sentí algo curioso.

Estábamos en Brentwood, uno de los barrios más ricos y acaso blancos del mundo. Cerca de UCLA y de Beverly Hills. El barrio de OJ Simpson, que era acaso el único habitante negro del sector. En un largo kiosco al aire libre vendían revistas. Ocupaba una pared entera. Revistas de moda, de deporte, de lo que sea, de todas partes del mundo. Ahí estaba una revista New York con una portada icónica. Una horrorosa foto de Trump en blanco y negro con una huincha roja que decía: Loser. Pensé: wow. La compré.

¿Tan seguros estaban que perdería?

Creo que sí.

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En el verano estuve un pueblo precioso en el estado de Nueva York, frente al río Delaware. Pura gente sofisticada; una librería insólitamente bien surtida, un café capuccino, un mercado orgánico. La librería de este amigo, gay y educado y británico nacionalizado, daba al río y hacia Pennsylvania. Un día cruzamos el puente alto para ir a comprar a un supermercado. Fueron unos pasos. Era Trump country. Preguntamos por pescados orgánicos, no de criadero, y nos respondieron: “Ahí está el río”. Al lado del supermercado del pueblo vendían armas. Los tipos tenían barbas canosas. Veían al pueblito de artistas al otro lado del río como un circo.

El río los separaba.

En la mañana nos bañamos en el río y mirábamos al otro lado como un país extranjero o un país enemigo. Y algo de eso hay.

“No todos son como nosotros”, me dijo mi amigo, “queremos creer que somos, pero no lo somos. Lo bueno es que somos nosotros los que estamos a cargo, por suerte. O eso creo”.

Le whatsapeé anoche.

“This is so sad, so scary, so awful”.

Esto es tan triste, me asusta tanto, esto es atroz.

Esto era demasiado duro para gente sensible. Varios chicos lloraban como si hubiera muerto un rockero venerado. “No puedo soportar vivir en un país dominado por gente cuma”, me dijo una chica linda con un gran pinche que decía ‘Dump Trump’. Los descalificativos de buena parte del público azul hacia sus compatriotas rojos eran extremadamente rudos. “Mira lo gordos que son”, me dijo un chico de pitillos.

Me invitaron a varias fiestas.

Me recomendaron posibles lugares donde celebrar.

En los círculos de la elite intelectual por los que me moví antes del martes nunca esperaron no celebrar. Partí al muy cool Ace Hotel en el centro de la ciudad, en Broadway; un edificio gótico mandado a hacer por Charles Chaplin para establecer las oficinas de Artistas Unidos. El cine de abajo lo restauraron y dejó de ser una iglesia evangelista latina. Pero anoche, entre la elite digital y literaria y artística, lo que vi fue un aviso: tantos celulares, tanta conexión, pero incapacidad de ver. Aún no ganaba Trump cuando llegué tipo cuatro de la tarde y aún todos planeaban la fiesta en el techo bajo el letrero de neón de JESUS SAVES (“Es irónico”, me comentó un publicista; “Acá nadie cree en Jesús a no ser que sea un latino de barba guapo”), pero ya vi algo: las pintas de intelectuales vintage, la moral Portlandia, las selfies, los cócteles retro. Estos eran los millennials. Poco a poco fueron callando y a veces, como niños, empezaron a gritarle a la pantalla gigante que transmitía en vivo la señal de CNN. Poco a poco la fiesta se puso tensa y las filas del bar eran eternas. Por cada estado rojo que aparecía, las pifias fueron transformándose en gritos. Memes que me mostraron en el cine United Artists: Orange is the New Black con Trump naranjísimo y Obama pálido mirando el suelo. The Hollywood Reporter tuiteaba que el sitio web de Canadá había colapsado. Alec Baldwin y su parodia de Trump se volvieron trending topic y la gente decía: ahora será parte de Saturday Night Live. Un hijo de iraníes me menciona Volver al Futuro 2. Un editor de comerciales, hijo de coreanos, está devastado. Se enoja cuando el público artístico y ondero aplaude la victoria de California para Clinton. No se dan cuenta, no saben matemáticas; no captan que Florida y Ohio van a caer pronto.
Y cayeron.

Esto era demasiado duro para gente sensible. Varios chicos lloraban como si hubiera muerto un rockero venerado. “No puedo soportar vivir en un país dominado por gente cuma”, me dijo una chica linda con un gran pinche que decía Dump Trump. Los descalificativos de buena parte del público azul hacia sus compatriotas rojos eran extremadamente rudos. “Mira lo gordos que son”, me dijo un chico flaco de pitillos.

“This is not America”, me dijo otro, citando quizás el tema de Bowie.

Pero lo es.

Ambos lo son.

Es la suma.

Una profesora amiga de la Universidad de Vanderbilt, en Nashville, me envía un mail y me dice que debería volver, que Nashville está cada vez más progre; luego me comenta que compró una botella de champaña para celebrar el triunfo de la primera mujer presidenta. Me comenta: “Es raro cómo nadie realmente habla que tendremos una mujer presidenta”.

Luego me cuenta que no abrió la botella.

Poco a poco fueron callando y  a veces, como niños, empezaron a gritarle a la pantalla gigante que transmitía en vivo la señal de CNN. Poco a poco la fiesta se puso tensa y las filas del bar eran eternas. Por cada estado rojo que aparecía las pifias fueron transformándose en gritos.

Un hipster gay ultradelgado y con anteojos Harry Potter le dice a otro que debe tener en su ADN tres razas y posee una barba frondosa y un tatuaje que sube de su camisa al cuello: “I hate Trump Tower, it´s so tacky”. Toman Bulleit Bourbon que ahora está de moda y viene en una botella linda y es de Kentucky. Están en el lobby. Kentucky cae para Trump; en algunos condados rurales, donde quizás hacen ese bourbon, Trump supera el 80%. En este hotel demasiado cool y sofisticado y en este precioso cine restaurado a esos condados los llaman fly over country. Esos estados donde se vuela por encima. “Estos putos white trash, esta gente que no sabe nada”, comenta uno de ellos. Luego NBC muestra Nueva York, la ciudad que se rehizo después de los ataques y se ha gentrificado como pocas en el mundo. Nueva York puede ser multicultural y diversa, pero está alejada del país real, el país Trump. Es una isla, al final. Y ahí aparece en la televisión gigante del pasillo el edificio Empire State de rojo, con la cara del casi nuevo presidente electo, como si estuviera promocionando una nueva serie.

“Fuck”, dice el hipster. “Esto se supone que no iba a suceder”.

Pero sucedió.

Y todos estaban mirando en la dirección incorrecta.

Llamo un Uber para escapar del centro.

Es tarde y aún no aparece ninguno de los candidatos.

Kelvin (no Kevin, Kelvin) es negro y educado y estaba viendo a los Lakers jugar en el Staples Center, pero dejó el partido y encendió su aplicación de Uber. Me recogió. Fue al partido porque sabía que Hillary ganaba. No necesitaba pasar horas viendo la televisión.

“Al menos sabemos bien quién es el enemigo”, me dice. “No estábamos preparados para un presidente negro, fue un error. Esto viene mal. Pasarán malas cosas. Tengo miedo. Esto ya no es un país, es un reality. Hillary pensaba que la gente iba a asquearse de la vulgaridad de Trump. Eso fue lo que los atrajo”, me dijo, mientras bajaba las ventanas y entraba el aire caliente y el 4x4 híbrido avanzaba por la autopista vacía. “Pero lo que acaso es peor: a los que votaron no les interesó lo que decían los medios. El escándalo por cómo hablaba de las mujeres no fue un escándalo para los hombres o las mujeres que votaron por él sino para los otros, dude. Es charla de camarín y eso fue lo que muchos consideraron que era. No era para tanto, no era algo para no votar por él. Al revés: lo premiaron. Ahora el que agarró por the pussy a América fue él. Ahora nos va a dar por el culo, man. Y eso que estos putos liberales hueas acaban de prohibir que los artistas pornos forniquen sin condón. Ganó la Proposición 60, excelente, y mientras tanto el presidente nuevo nos va a dar duro sin protección alguna. This is really really bad. This sucks, dude”.

Despego en un rato.

Debo despachar esto antes de despegar.

Hace mucho tiempo que no tenía ganas de escapar de un lugar.

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