Por Danilo Díaz. Agosto 16, 2016

No se entiende el fútbol actual sin Joao Havelange. En lo bueno y en lo malo. A los cien años murió el dirigente más influyente que ha tenido este deporte después de Jules Rimet, el creador de los mundiales.

De voz profunda y carácter fuerte, pareciera que eligió el momento de partir. Lo hizo en Río de Janeiro, su ciudad, justo cuando alberga los Juegos Olímpicos, una fiesta por la que puso toda su influencia en 2009. En la capital danesa ofreció un discurso candente ante los integrantes del Comité Olímpico Internacional para conseguir la sede de la mayor cita del deporte. No en vano integró el COI por 49 años.

Al deporte estuvo ligado siempre. Como nadador y waterpolista compitió en los Juegos Olímpicos de Berlín 36 y Helsinski 52. Su peso en la sociedad brasileña lo llevó a ser presidente de la CBD (Confederación Brasileña de Deportes), cargo con el que pudo disfrutar del tricampeonato del Scratch en México 70.

Con el prestigio conseguido en la cancha gracias al Rey Pelé, dio el gran salto de su vida: la presidencia de la FIFA, que asumió en 1974, sucediendo al inglés Stanley Rous. No fue un traspaso menor. En rigor, fue el inicio del cambio de rumbo que tomó el fútbol internacional y luego el deporte en general, con el advenimiento de Juan Antonio Samaranch.

Desplazar del poder a la dirigencia británica constituyó una modificación del eje histórico, apegado a los valores del amateurismo y al conservadurismo. Havelange, un tipo de derecha dura, de confianza de los militares brasileños que gobernaron desde marzo de 1964, mostraba un marcado acento liberal en materia económica.

Con sus defectos y virtudes, poseía una “visión de Estado”, de largo aliento, donde la independencia de las asociaciones era una matriz vital. En esa misma línea, entendía que debía existir un mando central, en este caso la FIFA, alojado en Zurich, capaz de aglutinar a sus asociados (las federaciones), pero con una capacidad económica que le permitiera vivir sin efectuar concesiones a los políticos de turno.

Así se explica que sus relaciones con Estados Unidos y la Unión Soviética fueran fluidas, tal como sucedió con las potencias europeas, salvo Gran Bretaña. Esta lógica revela su respaldo al Mundial de Argentina 78, a pesar de las presiones internacionales por las atrocidades cometidas por la dictadura de Jorge Rafael Videla. Havelange entendía que si cedía al poder político, el imperio que visualizaba quedaba dañado.

En Chile tuvimos noción de su pragmatismo cuando por no cumplir con los requerimientos del cuaderno de cargos, determinó quitarnos el Mundial Sub 20 de 1985, trasladándolo a la Unión Soviética. Dos años después, el torneo se pudo realizar en Santiago, Valparaíso, Concepción y Antofagasta. No tenía problemas en sentarse con los jerarcas de la URSS o con Pinochet. Todos le servían.

Visionario

Nadie como este hijo de un traficante de armas para hacer crecer el fútbol a los niveles que hoy conocemos. Havelange entendió que el deporte institucionalizado por los ingleses desde 1863 no podía seguir circunscrito a Europa, Sudamérica y México. Faltaban Asia, África, Oceanía y Norteamérica. En su catalejo visualizaba Japón, Corea del Sur, China, Australia, los países árabes y Estados Unidos. En castellano simple, donde hubiera dólares y población para acrecentar el número de practicantes, aficionados y sobre todo consumidores.

Por eso impulsó la masificación en estos lugares con agresividad y creatividad. Era necesario ampliar la masa de jugadores, la competitividad. Entonces creó los torneos Sub 20 y luego Sub 17, designando sedes en lugares donde se requería un amplio desarrollo.  Sus amigos de la familia Dassler, dueños de Adidas, con seguridad le agradecen literalmente hasta el día de su muerte…

No extrañó que a tres años del inicio de su mandato, se iniciaran los mundiales juveniles. Túnez (1977), Japón (1979) y Australia (1981) fueron las primeras sedes. Los tres continentes donde este nadador aspiraba que el fútbol creciera fueron favorecidos. Pero restaba su asalto mayor: el Mundial en Estados Unidos 94. Era su gran objetivo y por eso jugó todas sus cartas para que la Copa del Mundo se disputara en un país que se resistía al embrujo de la pelota. En el intertanto, impulsó el fútbol femenino: el comercio de indumentaria futbolística se agigantaba.

Con el cálculo que lo distinguió, no dudó en aceptar que en los años 70 el fútbol estadounidense propusiera modificaciones reglamentarias a su incipiente soccer. Un paso atrás, dos adelante, siguiendo la lógica leninista. Había que clavar la bandera. El experimento no funcionó, pero Havelange –obstinado como pocos- no cejó. El Mundial de 1994 terminó jugándose en Estados Unidos sin importar las diferencias en los husos horarios y las altas temperaturas que complicaban a los futbolistas.

El negocio dio frutos. Los derechos de televisión, casi inexistentes cuando asumió en 1974, se habían transformado en la mayor fuente de riquezas del deporte que nos heredaron los británicos y la revolución industrial. El problema es que Havelange ratificó un viejo refrán: “La carne es débil”.

La recaudación por derechos de transmisión creció de manera exponencial, al igual que el interés por organizar los torneos. Así, los sobornos y pago de prebendas se transformaron en moneda corriente en la FIFA. Mientras Havelange estuvo al mando de la Casa de Zurich hubo rumores, muchos bien fundados, sobre todo por las investigaciones del periodismo europeo y en especial británico. Nada se comprobaba.

Hasta que estalló el escándalo de ISL y las investigaciones judiciales ratificaron lo que era un secreto a voces. A pesar de que entregó la presidencia a Josep Blatter en 1998, justo cuando se iniciaba el Mundial de Francia, no pudo eludir su responsabilidad. Havelange era millonario, pero las coimas lo hicieron más rico. Su yerno, Ricardo Texeira, ex presidente de la Confederación Brasileña de Fútbol (CBF) resultó defenestrado y expulsado de la organización del Mundial de 2014. El dinero carcomió el clan.

Todo hombre tiene su precio se expresó en Havelange. En ocasiones, la ambición suele ser mala consejera. Porque nadie puede dudar ni discutir que la gestión y mirada comercial de Havelange estaban encaminadas a ser brillantes. Optó por corromperse, pasando a la historia como un delincuente y dictador.

Por su mirada inicial, merecía otro final. Él dijo otra cosa.

Relacionados