Por Nicolás Alonso y Javier Rodríguez // Foto:Marcelo Segura Junio 17, 2016

Sentado aquí, en este departamento de Apoquindo, está un grupo de personas que le enseña historia a la parte más acomodada de la sociedad chilena. Son seis profesores de algunos de los colegios en los que se educa la clase alta del país: The Grange School, Nido de Águilas, San Benito y San Anselmo. Están aquí por eso, y porque hace dos meses vivieron una de las experiencias más raras de su vida: convocados por el proyecto Kuykuitin —“construyendo puentes”, en mapudungun—, una iniciativa financiada por la Universidad de Berkeley, California, se hospedaron una semana en la casa de familias mapuches de la comuna de Tirúa, en La Araucanía, asistieron a las clases en las escuelas junto a sus niños, debatieron con sus profesores y se hicieron cargo de algunas de ellas. Vivir esas cosas, dicen ahora, cambió la forma en que veían el tema.

La idea, concebida por Cristóbal Madero, sacerdote jesuita y estudiante de un doctorado en Educación en Berkeley, y Daniel Cano, historiador y estudiante de doctorado en la U. de Georgetown, era ésa: concientizar a los profesores que educan a la elite del país sobre el conflicto mapuche y su complejidad, permearlos de la cultura del pueblo originario, intentar romper algunos prejuicios sobre el tema de un mundo demasiado cerrado en sí mismo. E intentar que eso llegara a los alumnos.

“Estos alumnos en veinte años más van a llegar a posiciones de influencia y van a tomar decisiones vinculadas al territorio que llamamos ‘en conflicto’”, dice Daniel Cano, fundador de Kuykuitin. “En sus profesores había una oportunidad de hacer pensar a estos alumnos de manera distinta”.

—El proyecto nace como un encuentro entre dos mundos distantes —dice Daniel Cano—. Son estos alumnos los que en veinte años más, te guste o no, van a llegar a posiciones de influencia política y empresarial, y van a tomar decisiones vinculadas al territorio que llamamos “en conflicto”. Son personas que tendrán acceso al poder. Y pensamos que en sus profesores había una oportunidad, una forma de hacer pensar a estos alumnos de manera distinta.

El proyecto, financiado por el fondo Big Ideas, de Berkeley, fue enviado como un programa de capacitación a los diez colegios más caros de Chile. Ahora, en este departamento, Marcela Salazar y Estefanía Ugarte, del Grange; Jordan Finch y Erica Callahan, del Nido de Águilas; Victoria Sánchez, del San Benito; y Bárbara Nagel, del San Anselmo, discuten esa experiencia, la forma de llevarla a sus aulas, y hacer que impacte en sus currículums.

Lo que dicen son varias cosas: que antes del viaje tenían, más que prejuicios, mucha ignorancia sobre el tema. Que en sus clases se limitaban a pasar las características de los mapuches como pueblo originario y la ocupación de La Araucanía, pero casi no los estudiaban como parte del Chile actual. Que sus alumnos, algunos en broma y otros en serio, les dijeron que tuvieran cuidado: que habían escuchado que los mapuches eran violentos, que incendiaban las casas de la gente. Dicen, también, que la experiencia los enriqueció, les mostró algo que, aunque parezca obvio, no está necesariamente en la formación de un profesor de historia en el país: qué hacen los mapuches hoy, quiénes son, cómo son, cómo es su estructura social, cuáles son realmente sus reivindicaciones.

De esas cosas discuten ahora los profesores, y también sobre cómo las llevarán a la sala de clases. Algunos ya han realizado charlas para los demás profesores de sus colegios. Otros están viendo la forma de meter esos temas en sus clases, que en el currículum están sugeridos como actividad complementaria pero se suelen saltar. Coinciden en que es necesario hacerse cargo del tema, aunque también tienen dudas de hasta qué punto pueden influir ellos en niños tan mediados por su ambiente.

—Ahora siento que puedo hacer algo en el medio en que estoy —dice Bárbara Nagel, y el resto de los profesores asiente—. Podemos ir creando una instancia de diálogo y acercamiento, poner una o dos tablas del puente. Esto nos deja una responsabilidad hacia adelante.

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La entrada no fue fácil para Marcela Salazar, profesora de enseñanza básica del Grange, pero ayudó a dejar las cosas claras. Al poco rato de llegar a la escuela Pichi Lafkenche, en la localidad de Primer Agua, la incomodidad del personal era evidente. Los profesores de lengua tradicional le dijeron que tenían que hablar. En una sala aparte, donde le habían preparado mate y sopaipillas, Vedora Cañafil, maestra de mapudungun, le dijo lo que varios sentían sobre su presencia: que ya antes habían sido estudiados, fotografiados, analizados, y que nunca les había servido de nada. Que querían saber para qué estaba realmente allí. Salazar respondió que quería aprender de ellos.

Le preguntaron qué enseñaba ella en su colegio de Santiago sobre el pueblo mapuche, y fue sincera: les dijo que el tema se trataba muy poco, en un par de clases al año, junto a algún acto para el día de la raza. En su formación académica no le habían pasado nada del tema, y alguna vez había visto videos sobre sus hierbas medicinales para contarles a sus alumnos, nada más. Les dijo también algo que sabía que era fuerte: que en su colegio lo que los niños sabían sobre los mapuches era por sus nanas. La profesora le contestó que eso era lo que quería que le contara a sus alumnos: que tenían que estudiar, tener una vocación, o iban a terminar trabajando para la gente adinerada.

—Ahora voy a hacer un seminario, y voy a invitar a gente de la comunidad mapuche —dice Marcela Salazar—. Durante esos días aprendí muchísimo sobre los mapuches de hoy, sobre su contribución a la sociedad. Sus ocupaciones, sus roles en política, sus organizaciones sociales. Quiero hablarles de esas cosas a mis alumnos, que están en una edad en que aún no son tan prejuiciosos.

Su colega Estefanía Ugarte, profesora de enseñanza media del Grange, vivió un proceso similar. Llegó muy nerviosa a la escuela Chacuivi , en la zona norte de Tirúa: se sentía representante de un sector social al que ella no pertenece, y esperaba tensión. Y al principio la hubo. Como a Marcela, los profesores locales le dijeron que estaban hartos de que los estudiaran, y luego siguieran inculpándolos. Fue un proceso, dice, ir ganando confianzas, y aprendiendo sobre su cultura. Los mayores aprendizajes del viaje los sacó de vivir una semana en la ruca de una machi, de nombre Almira, que le daba mate con romero para que superara sus nervios.

—Este es un contenido excluido en el currículum —dice Estefanía Ugarte—. En los libros encuentras dos o tres párrafos de los pueblos precolombinos, algo de Cornelio Saavedra y la reducción. Y chao. Creo que desde allí ya parte la discriminación a los mapuches.

Hoy ambas profesoras están trabajando para armar una unidad didáctica sobre la cultura mapuche que fomente la empatía, y quieren dedicar una semana de clases a tratar la multiculturalidad en Chile, desde una perspectiva actual, para hacerles entender a los alumnos su importancia. Ya lo están intentando: recientemente las invitaron por primera vez al ciclo de almuerzos con los cuartos medios —donde van a hablarles desde figuras políticas como Andrés Velasco a presidentes de bancos—, para contar la experiencia que tuvieron. En esa oportunidad, uno de los alumnos les hizo la pregunta obvia: por qué les hablaban del conflicto ahora si nunca lo habían tocado antes. Las profesoras le contestaron que porque ya era hora de dejar de ser indiferentes.

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—¿Creen que los alumnos de sus colegios pueden ser permeables en este tema?

—Yo creo que mis alumnos son absolutamente permeables. Puedes transmitirles mucho. Son niños, aún no tienen una cosa de rencor, y por eso hay mucho que hacer —dice Bárbara Nagel, del San Anselmo.

—Yo soy un poco pesimista en el tema de permeabilidad —dice Estefanía Ugarte, del Grange—. En las clases empatizan de manera impresionante, pero diez años después no. A un niño cercano a los Luchsinger es imposible cambiarle la visión.

—Imposible —apoya Victoria Sánchez, del San Benito.

—Pero sí generar cuestionamientos, que duden, que lo piensen. Yo sé que puedo llegar hasta ahí: que se cuestionen, ese es mi trabajo —sigue Ugarte—. Si logras que se pongan en el lugar del otro, te vas para la casa tranquila.

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—¿Seguro quiere ir, miss? No le vayan a quemar la casa.

Antes de viajar a Tirúa, las preocupaciones de Victoria Sánchez, profesora de enseñanza media del colegio San Benito, eran las mismas de sus alumnos. Básicamente, dice, tenía miedo. Su única relación con el pueblo mapuche era lo que consumía por los noticiarios, en general imágenes de violencia, y cuando supo que cada profesora se quedaría en una comunidad distinta, se asustó. También, dice, por lo que pensaba que allí pensarían de ella.

“Yo sé que puedo llegar hasta ahí: que se cuestionen, ese es mi trabajo”, dice Estefanía Ugarte, profesora de historia del Grange. “Si logras que se pongan en el lugar del otro, te vas para la casa tranquila”.

Las primeras imágenes del viaje por Tirúa no la ayudaron: en medio de una escalada del conflicto en la zona, una de las primeras cosas que vieron al llegar fue un piquete militar y una iglesia quemada en el camino. Como todos, se puso nerviosa. Pero todo cambió cuando llegó a la casa de la familia Collío, donde le tocó alojarse, y vio el recibimiento que la esperaba: mate, milcao, chancho, y una primera conversación larga, con tantas preguntas sobre cómo era su vida como respuestas para las que ella traía. El lunes, al llegar al Liceo de Tirúa , tuvo una segunda sorpresa: el profesor de historia estaba enfermo, así que ella misma tenía que encargarse de las clases. La prueba más importante, dice, fue cuando quiso entrar a la clase específica de mapudungun y el profesor tradicional no la dejó, por ir “contra sus ideales”.

—Él tenía una postura superdura, antichilena. Me sentí muy mal en ese minuto, porque no logró captar el sentido que tenía para mí entrar a su clase. Pensé: pucha, los mapuches han dicho toda la historia que son discriminados y ellos hacen lo mismo con una.

Hasta que llegó el día del encuentro intercultural entre los profesores de Tirúa y las visitantes de Santiago. Allí el profesor le dijo lo que pensaba: que la sociedad chilena les había impuesto un modelo sin respetar sus costumbres ni cultura, sin entender lo que significa para ellos el concepto de la tierra. El último día de la visita, el mismo profesor la llamó para pedirle que entrara. Sin explicarle sus razones, simplemente la invitó a participar en la clase del idioma que intenta preservar. Ahí, dice Victoria, se dio cuenta de lo que tenía que hacer al volver a Santiago.

—Tenemos que dar cuenta de la diversidad de visiones de mundo, y que la del pueblo mapuche es una. Por eso, creo que en lo que puedo ayudar es en hacer entender a los niños una cultura que, pese a los intentos de aplacarla, ha sobrevivido. Mostrarles por qué pelean. Generar este tipo de reflexión, porque no han sido escuchados.

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Erica Callahan, profesora de octavo básico en el Nido de Águilas, habla poco durante la conversación. Nacida en California y residente en Chile desde hace cuatro años, dice que se fue como una tabla en blanco a La Araucanía.

Su madre es mexicana, y por eso siempre ha sentido cierta cercanía con las culturas indígenas latinoamericanas. Antes de llegar a Santiago vivió en Bogotá y ha viajado por Perú, Bolivia, México y Guatemala. En esos lugares, dice, era casi imposible no conocer la historia, las costumbres y también las injusticias a las que estaban sometidos sus pueblos indígenas. Era algo que permeaba a la sociedad. Pero cuando llegó a Chile le sorprendió el silencio.

—En Chile no encontré nada de eso, era como si los pueblos indígenas no existieran. Tuve que ir buscando, buceando. Claramente no es parte de la identificación chilena, por eso me llamó mucho la atención la lucha, por ejemplo, por rescatar el idioma en La Araucanía.

Luego de haber conocido la realidad de la zona, hoy quiere regresar para mantener un vínculo entre los colegios. También cree que sus alumnos, en cierto sentido, pueden empatizar de forma personal frente al tema. Varios de ellos, dice, en otras oportunidades le han manifestado sentirse discriminados por ser “cuicos”, y cree que allí hay una ventana para hablarles de la discriminación a otros sectores de la sociedad menos privilegiados. Hoy asesora a un profesor de segundo medio para modernizar la forma en que se trata el conflicto en clases y quiere revalorizar en sus alumnos el patrimonio de las culturas originarias.

Antes del viaje, el proyecto Kuykuitin realizó en los cuatro colegios involucrados una encuesta a los estudiantes sobre el conflicto mapuche y la multiculturalidad en el país, y en cuatro meses realizarán una segunda. Allí, en esas respuestas, esperan ver si la experiencia tuvo resultados reales.

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