Por Diego Zúñiga, autor de “Soy de Católica”. Abril 25, 2016

El que lleva la pelota ahí, en el medio campo de San Carlos de Apoquindo, se llama Jaime Carreño, mide 1,66 m, tiene diecinueve años y un futuro que no es fácil dimensionar. También tiene un presente deslumbrante, porque ahí está, llevando la pelota pegada a su pie derecho, acaba de dejar atrás a Guzmán Pereira tirado en el medio y encara hacia el arco de Johnny Herrera. Diecinueve años tiene el muchachito que lleva la camiseta número 8 y que corre como si en eso se le fuera la vida, por toda la cancha, pero ahora está ahí, encarando hacia el frente y abre la pelota para Fuenzalida, que a esa altura del partido ––minuto 56–– es, indudablemente, una de las figuras del encuentro. Y lo va a ratificar ahí, en esa jugada, porque irá al frente, le pasará por la espalda el incansable Magnasco y, con un pase entre líneas, lo dejará solo frente a Johnny Herrera, que se lanzará con todo para evitar el gol, vendrán un par de rebotes y, entonces, aparecerá el hombre del partido, el de la camiseta número ocho, el que tiene sólo diecinueve años, el que creció en Recoleta, el que tiene un corazón que se parece al de Gary Medel, y va a agarrar el rebote y golpeará con el borde externo la pelota y pondrá el 2-1, pondrá en ventaja a Católica, la dejará nuevamente como el líder del campeonato, a un paso de obtener su undécima estrella, la dejará ahí, arriba, con ese gol que celebra sacándose la camiseta, su primer gol en el profesionalismo, y qué instancia encontró Jaime Carreño para convertir su primer gol, no lo va a olvidar nunca, lo grita con todo, nosotros probablemente no lo vamos a olvidar nunca, las más de diez mil personas que estamos en el estadio, los que lo están mirando por televisión, los que han sufrido con este equipo durante los últimos años, cuando la undécima estrella ha estado tan cerca, pero no se ha podido concretar.

Carreño se abraza con Diego Rojas y todo el equipo celebra, todo el estadio celebra, porque la U lo había empatado, inmerecidamente, hacía unos pocos minutos y el nerviosismo era inevitable, la memoria se llenaba de aquellos partidos en que no fuimos capaces de cerrar el marcador a nuestro favor, pero parece que esta vez es distinto, y en realidad de lo que nos vamos a acordar en unos minuto será de Gary Medel y esa volea extraordinaria que conectó en el borde del área hace muchos años, el 26 de agosto de 2007, cuando el sol lo golpeaba directamente a la cara pero a él le dio lo mismo, y le pegó a la pelota y conseguía un gol de otro planeta, el gol del triunfo frente a la U, también de eso nos acordamos con Carreño batiendo a Johnny Herrera, aunque esta vez no por la espectacularidad sino por la importancia de poner a Católica arriba en el marcador y dejarla con la primera opción para ser campeón, cuando todos ––todos–– esperaban que nos cayéramos una vez más. Ahora, las cosas siguen dependiendo de nosotros, no hay excusas, hace muchos años que no estábamos tan cerca, tan pero tan cerca, de salir nuevamente campeones, y es una opción que no se puede ––que no se debe–– desaprovechar.

Y todo gracias al gol de Carreño, hay que decirlo. Todo gracias, también, a un grupo de jóvenes que se formaron en Católica y que sienten la camiseta como pocos.

Cuando al inicio del partido se lesionó Carlos Espinosa, ingresó Rojas y en el equipo, entonces, había ocho jugadores formados en casa. Ocho de once: si es que no hubieran estado suspendidos Kuscevic y Castillo, hubiese sido diez, probablemente. Y no es, simplemente, una estadísticas más que habla del buen trabajo de inferiores que tiene Católica, sino que habla de otra cosa más importante: la única forma de que este equipo pueda revertir todos estos años de frustraciones es volviendo al origen, encontrando en esos chicos un camino de salida, porque esto no se trata sólo de fútbol, de estrategias, sino de algo más complejo. Porque cuando perdimos el campeonato de 2011 ante la U y empezaron todos los males, estos chicos, los chicos del barrio –Jaime Carreño, Jeisson Vargas, Fabián Manzano, Guillermo Maripán, Diego Rojas, por citar sólo a algunos de los canteranos que ayer estuvieron en cancha––, tenían catorce, quince, dieciséis años, y tuvieron que aprender a convivir con la derrota, con el trauma, con las burlas, con la ofuscación y fue creciendo en ellos un ánimo de revancha, una rabia que han terminado por encauzar en la cancha, por no dar por perdida ninguna pelota, por no bajar los brazos cuando parecía que la noche se venía encima, por sostener el resultado ante un equipo notoriamente inferior, pero insisto, no se jugaba sólo contra la U, se jugaba contra los últimos años, contra todos, en el fondo, y no dudaron en darlo todo. Este partido, hay que decirlo también, lo ganó Mario Salas: apostó por Lanaro en la defensa y no le falló, al contrario, jugó uno de sus mejores partidos, anuló a Canales, no perdió prácticamente ningún mano a mano, estuvo a la altura. Apostó, además, por Fabián Manzano en el medio y el número cinco hizo un partido perfecto: no dejó jugar a Lorenzetti, no dejó que Corujo y Guzmán Pereira se conectaran, estuvo impecable en las coberturas de la defensa, concentrado, quitó todo lo que pudo quitar, distribuyó con criterio asombroso. Porque el partido se ganó ahí, en el medio campo, donde Rojas le dio lucidez y claridad con su entrada, y Fuenzalida estuvo imparable por la derecha.

Parecía, realmente, que estaban jugando una final, que se estaban jugando el campeonato. La cancha no estaba en las mejores condiciones, estaba pesada y eso terminó afectando el juego y al físico también, pero no dejaron de correr, nunca. Por eso Magnasco tuvo que salir reemplazado por Álvarez, y por eso en el minuto 74 Carreño se esforzó por no perder una pelota y terminó en el piso, acalambrado, sintiendo un tirón. No iba a poder seguir jugando ––una contractura en el gemelo derecho––, el cambio sería por César Fuentes, pero él no quería dejar la cancha, no quería dejar de correr. Salió ovacionado cuando faltaban quince minutos para el final. Esos minutos fueron de una tensión absoluta, cualquier carga de la U hacía volver los fantasmas, pero la Católica de Salas se supo replegar bien. Cuando quedaba un minuto para el término del partido, desde la galería Ignacio Prieto, la galería norte, empezaron a cantar un puñado de hinchas: “Cato de mi vida/ciérrame esta herida/ yo quiero ser campeón”. El cántico se contagió a todo el estadio, la barra ––en la galería sur–– también empezó a cantar y entonces el partido se terminó ahí, cuando la hinchada le pedía al equipo que le cerrara esa herida de tantos años sin ser campeón.

Pitazo final. La undécima estrella está más cerca. No se ha ganado nada todavía, es cierto, pero es difícil no ilusionarse con estos chicos que saben perfectamente que todo está en sus manos.

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