Por Sebastián Rivas, desde Des Moines, Iowa, Estados Unidos Febrero 5, 2016

Des Moines, Iowa. Des Moines, Iowa. Des Moines, Iowa.

La pequeña franja es a veces roja, a veces azul, y ocasionalmente blanca, pero es imposible prender la televisión, cambiar de canal y no notar que esas tres palabras se repiten en todos los canales abiertos y de noticias. Es justo pasada la medianoche del domingo en Des Moines, la capital de Iowa, y oficialmente ha comenzado el día más importante del estado en cuatro años, el momento en que Estados Unidos lo mirará y en que será el centro de todos los análisis y especulaciones políticas. Porque Iowa, al igual que el 2012, y que en 2008 cuando lanzó al estrellato a Barack Obama, hoy lunes inaugurará la carrera a la Casa Blanca.

No es lo único que distingue a Iowa en lo político. Su particular sistema de elección primaria consiste en unas asambleas llamadas caucus en que se debate antes de votar, y en que, del lado demócrata, el sufragio no es secreto, sino que público. Ambas combinaciones generan un escenario apasionante y que obliga a los candidatos a dejar los pies en la calle, visitar el estado durante meses y reunirse con vecinos en pequeños eventos. Sin ir más lejos, un par de horas atrás Ted Cruz, quien aparece segundo en las encuestas del lado republicano, detrás del favorito, Donald Trump, ha hecho su acto de cierre en Des Moines, y hoy hará un viaje rápido a un pequeño poblado para cumplir su promesa de visitar los 99 counties del estado, equivalentes a municipios.

La escena de Bill Clinton caminando un par de minutos por las calles completamente vacías, algo casi imposible en cualquier parte del mundo, ocurre en este reality show político gigante que es Iowa.

El evento de Cruz, en el recinto de ferias de Iowa y con cerca de mil asistentes, está lleno de periodistas y curiosos. Pese a que la temperatura pelea por no bajar de cero grados, afuera un hombre de barba larga sostiene un cartel, pidiendo una enmienda constitucional que —al estilo de los deportes estadounidenses— obligue a que los tres candidatos presidenciales con mayor votación disputen un playoff, aunque no explica por qué, para qué, ni cómo. Las cámaras, por supuesto, van donde él. La prensa corre de lado a lado, y el tema del momento es Kayla, la tormenta de nieve que puede llegar en la noche de las elecciones y cambiar completamente el escenario. Aunque las previsiones apuntan a que llegará en la madrugada del martes, eso no modifica la inquietud de los periodistas y candidatos: habrá que empacar antes, despachar rápido y correr al aeropuerto local. Nadie quiere quedarse atrapado cuando hay una carrera electoral por delante.

Unos minutos después, Heidi, la esposa de Ted Cruz, sale vestida de un riguroso negro a dar la bienvenida a una delegación de estudiantes del Instituto de Política de la Universidad de Chicago, que vienen a ver las elecciones. El círculo parece completo: quien creó y dirige ese centro es David Axelrod, el que ocho años antes, en estas mismas fechas, era el cerebro detrás de la sorprendente victoria de Obama, el impulso vital para llegar a la presidencia. Iowa, de alguna forma, es un factor de comunión en la política estadounidense. Nada lo refleja mejor que el lema de una de las poleras en Raygun, la principal tienda de souvenirs de Des Moines, y que dice “Iowa: por alguna razón tienes que venir acá para ser presidente”.

 

PROTAGONISTAS DE LA FAMA

El centro de Des Moines, un lunes a las 11 de la mañana, recuerda a The Truman Show: parece un enorme set de televisión a cielo abierto. No sólo porque hay cámaras y periodistas en todas las esquinas, sino –y quizás más importante– porque no se ve a nadie más en las calles. Los habitantes de Iowa viven su minuto de fama sin aparecer hasta el momento preciso. Hasta los carteles que se han colocado parecen reconocer eso: junto con mencionar a los candidatos, uno de los pósteres que se repetían era: “¡Bienvenida la prensa!”.

De pronto comienza la acción en el set. Hillary Clinton, la candidata que busca controlar hasta el más mínimo detalle, llega al que dice es su local favorito para tomar desayuno de la ciudad, enfundada en un traje rojo y con escasa seguridad. Y cuando se va, apenas unos metros más allá, un tipo flaco, alto y de pelo blanco pasa conversando con dos mujeres de la comunidad, con una pequeña escolta visible. El hombre, que no duda en estrechar la mano de quien lo saluda y responder que se siente muy bien en Iowa para esta noche, es el ex presidente Bill Clinton.

Hasta los escoltas, eso sí, se ríen con la escena de Bill caminando un par de minutos por las calles completamente vacías, algo casi imposible en cualquier parte del mundo, pero que ocurre en este reality show político gigante que es Iowa. Los Clinton, veteranos de mil batallas, saben que el efecto de no mostrarse cercanos o de poner barreras daría pie al eterno argumento: que están desconectados de la gente, que ya no saben qué es lo que quieren las bases y que, en especial Hillary, sólo buscan el poder. Por eso, Bill saluda a unos maestros de la construcción que le gritan desde la obra gruesa de un edificio, detiene el auto que lo espera para sacarse una selfie con una mujer que cruza el cordón de seguridad y se preocupa de sonreír en todo momento: las cámaras están ahí, transmitiendo en directo mientras su camioneta se va a toda velocidad, apurando el tranco, sin ningún instante que perder en este día que inicia el camino a la Casa Blanca.

 

TRISTE, SOLITARIO Y FINAL

Bob Bernard, de 69 años, se ha preparado durante semanas para lo que tiene que hacer esta noche. Como capitán de recinto del candidato demócrata Martin O’Malley en los caucus, sabe que será el encargado de llevar los carteles de su postulante, asegurarse de tenerlo a la vista y recibir a quienes vayan a votar por él. Después, lo sabe, vendrá lo más importante: hablar a favor de O’Malley y tratar de convencer a los vecinos indecisos de que se unan a su candidatura. Pero hay un secreto a voces que está ahí: es probable que el ex gobernador no obtenga el 15% que necesita en cada recinto para entrar en carrera. Y por eso Bob también sabe, aunque nadie lo diga, que lo más seguro es que esta noche no termine haciendo nada de lo que ensayó.

Iowa es un factor de comunión en la política estadounidense. Y nada lo refleja mejor que el lema de una polera de souvenir que dice “Iowa: por alguna razón tienes que venir acá para ser presidente”.

Son las cuatro de la tarde, tres horas antes de que empiecen las asambleas, y el propio O’Malley ha ido a la sede de su equipo a agradecerles y darles un último impulso. La sede es una pequeña pieza de un edificio de un piso a las afueras de Des Moines, parecido a un outlet. El olor de la humedad y las sobras de pizza se pega con el calor que hay en el local. No es por la cantidad de gente: apenas hay 60 personas, y el grupo más grande es una delegación que observa las elecciones. Es porque la oficina no tiene ninguna ventana. El dinero escasea, y los pocos carteles están hechos a mano, pegados a las paredes con cinta adhesiva de color azul.

O’Malley, ex gobernador de sonrisa perfecta, intenta no inmutarse. Cuando se le pregunta cómo se siente para la noche, responde convencido: “Fantástico”. A diferencia de los actos con los otros aspirantes demócratas, atestados de gente, acá el que no se saca una foto con él es porque no quiere. Así, pasan estudiantes, un tipo que le pide que le firme un sombrero blanco de vaquero y un periodista que despacha para Suecia. Todo eso ocurre antes de que salga a dar su conferencia de prensa previa a los caucus, en que, al fin, se emocionará y hará pasar frente a las cámaras a sus tres jóvenes hijos, un hombre y dos mujeres, para agradecerles por apoyarlo haciendo campaña. El discurso es grabado apenas por un par de medios: no hay transmisión en directo ni camiones satelitales. Es un presagio de lo que ocurrirá cinco horas más tarde, cuando después de obtener menos del 0,5% de los delegados, O’Malley dará otra conferencia, en un vacío y oscuro salón de un hotel, para anunciar que no sigue en carrera, empacando de vuelta a casa, con muchas deudas y vagas esperanzas de retornar a Iowa en cuatro u ocho años más, cuando todo vuelva a comenzar.

 

JÓVENES Y NO TAN JÓVENES

Tiene 17 años, pero Kanna Bell no está en la Merrill Middle School de Iowa por alguna prueba o trabajo. Llegó a las 5 de la tarde y está con una polera de Bernie Sanders a la entrada, atenta a quien llegue para participar en el caucus. Como la mayor parte de los votantes del candidato, lo conoció por un posteo en Facebook o un tuit perdido, y desde agosto está trabajando en la campaña. “Hice llamadas y puerta a puerta, y obviamente es mi primer caucus, así que estoy emocionada”, explica. “Es admirable cómo ha mantenido la misma línea durante su carrera política”.

Es el mismo espíritu de Liv Hellmann, de 18, y Josh Padromi, de 20, quienes están a esa misma hora en el campus de la Drake University, cerca de otro recinto de votación. Ellos no pueden votar, porque no son de Iowa: salieron a las 2 de la mañana desde Indiana, a siete horas de viaje, y regresarán apenas se dé el cómputo final. Ambos recuerdan cómo ocho años atrás, cuando eran niños, vieron a Obama ganar, lo felices que fueron ese día y las esperanzas que tuvieron. “Eso fue increíble”, dice Liv, “pero no terminó como hubiéramos esperado. Queremos a alguien más progresista y Bernie me da esperanza para el futuro”.

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Y es el mismo espíritu de Drake Howard, un hombre de 57 años que se vino con ellos, que ya fue entrevistado por la televisión japonesa y que no sabe que, a unos metros, Hillary Clinton hará esta noche su acto de cierre, en pleno campus universitario. Drake es un caso diferente: ha seguido la carrera política de Sanders desde los años 80 y es un izquierdista convencido. Mientras explica lo importante que son para él las ideas que defiende el senador, se distrae con un comentario al pasar que refleja mejor que nada ese sentimiento profundo: “¿Vienes de Chile? Recuerdo muy bien lo que pasó en 1973”, dice, y su cara se torna triste por un instante, antes de que la dictadura se le borre de la mente y la esperanza que tiene por Sanders recupere el lugar en su rostro.

 

A MANO ALZADA

“¿Hay un caucus acá?”. Un niño sale con una pelota de básquetbol desde el gimnasio de la escuela Goodrell y se sorprende al saber que su recinto alojará a simpatizantes demócratas y republicanos en apenas unos minutos. Son las 6:30, y afuera del edificio Darla Lapaul, de 64, tiene su propio desafío: superar el barro, la empinada rampa y las estrechas puertas de acceso para llegar al recinto. Que esté en silla de ruedas no es un impedimento para que ella, que vive en Des Moines desde hace muchos años y perdió la cuenta de la cantidad de caucus a los que ha ido, llegue esta noche en que hay mucho en juego. Si en 2008 su opción fue Obama, esta noche irá por Hillary Clinton.

Venir al caucus demócrata implica un acto de paciencia. Aunque parte puntualmente a las 7, la coreografía demorará casi una hora: primero, hacer que cada asistente se enumere, como en las listas de colegio, hasta que se llegue a la cifra de 192 personas que votarán esta noche en Goodrell. Luego, se les pedirá a los votantes que se agrupen según sus preferencias: en este caso, los seguidores de Hillary a la derecha, los de Sanders al centro, y los cinco votos de O’Malley a la izquierda. Después vendrá la negociación: como O’Malley no tiene el 15% requerido y no obtendrá delegados, los seguidores de los otros dos candidatos van a convencerlos, con diálogos, gritos y aplausos, como en una kermés de colegio, de que se vengan a su lado. Todo eso deriva en que caucus acá también es un verbo: se caucusea, se caucuseó o se caucuseará. El rito dura 10 minutos: al final, quedan sólo dos votantes del ex gobernador, y el jefe del recinto lee el resultado final: Hillary gana con casi el 70% de los votos.

Al mismo tiempo, en otros tres salones de la escuela se realizan caucus republicanos. El procedimiento es más expedito, porque la votación es secreta y luego se hace el conteo. La diferencia es que, en este caso, un representante por campaña expone. En el recinto gana Ted Cruz, un adelanto de lo que se sabría un par de horas más tarde, cuando el senador fuera declarado ganador en el lado republicano.

 

EL FINAL Y EL COMIENZO

Son las 10 de la noche y todo pasa muy rápido en Des Moines. Donald Trump, quien quedó en segundo lugar, no sabe qué decir en su evento del hotel Sheraton, a un costado del aeropuerto, e improvisa un discurso demasiado amable para sus características: agradece a los votantes, habla de que fue una buena campaña y hasta promete, muy en su estilo, volver al estado para comprar un campo. El tercero en la carrera republicana, Marco Rubio, saca chapa de favorito por batir las expectativas y hace un discurso que parece de un candidato ganador. Y, en el lado demócrata, nadie sabe qué pensar: los conteos de delegados dan prácticamente un empate entre Hillary y Sanders. Sobre más de mil trescientos delegados, las diferencias son mínimas: cuatro, once, diez, tres, siempre a favor de la ex primera dama.

Cuando Sanders sale al escenario, el recinto estalla: es el vencedor moral de la noche. Al despedirse, pone a todo volumen la canción favorita de sus cierres de discurso, “Starman” de David Bowie.

El tema es trascendente porque la tradición es que los ganadores hablan al final. Cuando Hillary se decide a salir a su escenario en la Drake University, a varios kilómetros otro recinto estalla en pifias que no pueden ser contenidas. A un costado del aeropuerto de Des Moines, un salón repleto espera por Bernie Sanders. Aunque la mayoría son jóvenes, acá manda la música de los 70 y los 80: Bee Gees, Talking Heads y Michael Jackson se suceden.

Cuando Sanders sale al escenario, el recinto estalla: es el vencedor moral de la noche, y su voz ronca y fuerte lo muestra mucho más joven que sus 73 años. Una y otra vez apela a sus ideas progresistas, a que tiene una opción de ganar y apunta hacia su enemigo favorito, los millonarios de Wall Street, para luego despedirse y poner a todo volumen la canción favorita de sus cierres de discurso, la que dice que hay un hombre de las estrellas esperando en el cielo, “Starman” de David Bowie, que une generaciones y funciona como homenaje. A continuación, todo se vuelve un caos: los candidatos y la prensa corren al aeropuerto, con cinco vuelos repletos entre las 11 y media y la medianoche, para evitar la posibilidad de quedarse en Des Moines por varios días que parecerán eternos.

Hace dos semanas, Stephen Colbert, una de las mentes más geniales de la televisión estadounidense, abrió su programa diciendo: “Quedan 11 días para los caucus de Iowa. Lo que significa que quedan 12 días para que nos olvidemos de Iowa hasta cuatro años más”. Es martes de madrugada, la ciudad se ha cubierto de un manto blanco, y mientras todo queda vacío es como si esas palabras resonaran en el silencio de Des Moines. Porque ahora se desata la temida tormenta, una tormenta que ya a nadie le importa, porque el show se acabó y continuará lejos de ahí.

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