Por Nicolás Alonso // Fotos:José Miguel Méndez Diciembre 11, 2015

Las ventanas de la sala de clases están tapadas con cartulinas, en un intento inútil de que los niños olviden lo que pasa afuera. Más en estos días, en que un programa de televisión grabó una balacera entre dos bandas justo en esta esquina, y la tensión escaló hasta límites insostenibles. La prensa llegó y se fue, la policía se instaló en la puerta, y algunos profesores decidieron eso: tapar los vidrios, con la débil esperanza de que eso dejara todo afuera.
Así están las cosas este lunes en la escuela María Luisa Sepúlveda de la Población Parinacota.

Afuera de la sala, en el amplio y vacío patio de cemento, dos alumnos de octavo esperan que comience la academia. Uno de ellos, que se llama Rafael Calle y es moreno y bajito, saca pecho: dice que hace unos días hizo un caballo robótico a motor, aunque luego reconoce que parecía una cucaracha, y que lo transformó en un ventilador. Su último invento, dice entre risas, fue armar un cortador de corcho con un cátodo de cobre, pero dejó sin luz a todo el vecindario. Su compañero, Cristopher Román, dice que él la semana pasada hizo un bote a motor con la batería de su celular, pero una sobrina se lo rompió.

Los dos entran corriendo a la sala, donde la profesora Aurora León, de 46 años, va a comenzar la clase. Los únicos diez niños que quedan en el colegio a esa hora se sientan en una mesa y empiezan a repasar lo que han aprendido en la academia de ciencias que la Fundación Ciencia Joven y Google comenzaron este año en el colegio, como en otros 19 más de la comuna. La profesora les pregunta si recuerdan cómo dibujaron a los científicos en la primera sesión, en marzo.
—Yo lo dibujé viejito, desorbitado—dice un chico.
—¿Y ahora cómo lo dibujarías? —pregunta la profesora.
—¿Ahora? Lo dibujaría joven… como yo.

Los alumnos, la mayoría hijos de padres analfabetos, que han conocido la gama de injusticias que puede conocer un niño de un barrio marginal, dicen cosas sorprendentes, como que quieren estudiar robótica. Y no es casual, hace unos meses el equipo de robótica de la U. de Chile vino al colegio y les enseñó a programar movimientos para los robots. Luego, cuando la profesora les pregunta de qué podrían armar un proyecto hoy, Byron Videla, de séptimo, propone hacer algo contra el consumo de drogas, pero al final gana una campaña contra la comida chatarra. En pocos minutos, los alumnos deciden diseñar una encuesta y definir la proporción de niños obesos.

Aunque todo está pensado para los estudiantes, el objetivo principal de la fundación son sus profesores: quieren, a la larga, convertirse en gestores de proyectos para una red de academias lideradas por los educadores que hayan pasado por el programa.

Luego de que anoten en su cuaderno de investigación los detalles de ese nuevo proyecto, la clase termina y Aurora León se queda sola en la sala. Entonces trata de explicar lo que ha vivido: cuenta que lleva 15 años en el colegio, y que no le ha sido fácil. Que al principio tenían que requisar de las canaletas del segundo piso los sables y los estoques que guardaban los niños. Que muchos chicos son de las bandas del lugar, y que si bien la violencia en el colegio ha bajado, afuera no deja de subir. Que las balaceras o los piedrazos son cosas a las que a la larga te vas acostumbrando.

Cuenta que la mayor derrota es cuando un estudiante inteligente, como estos, sale de octavo y se pierde. Que algunos empiezan a robar, presionados por el entorno, y otros quedan allí, en la calle, y ella los ve con tristeza cuando sale del colegio. Dice también que esta academia de ciencias, la primera que se ha hecho en el colegio, para ella es justamente eso: una manera de mostrarles a esos niños que hay mucho, muchísimo más en el mundo, que lo que ocultan las cartulinas.
—Esto les muestra que hay otras oportunidades fuera del ambiente oscuro. Ahora tienen sed de conocimiento: miran las noticias y llegan a decirme que se descubrió un nuevo planeta. ¡O quieren estudiar robótica! Porque no conocían otra cosa. Si los llevabas al océano, hubieran querido eso. O a un laboratorio, hubieran querido eso. Por eso hay que abrirles la mente.

Aurora León cree que con esos alumnos lo están logrando. Aunque al principio empezaron el triple, los poco más de diez que quedan ya han transformado las botellas del colegio en maceteros que se riegan a sí mismos, y todos dicen querer ir la universidad. Son batallas que se han ido ganando con el proyecto de academias científicas que la Fundación Ciencia Joven lanzó en marzo en 20 colegios de Quilicura, y que en 2016, cuando se sumen 15 más, cubrirá al 90% de la comuna.

El programa, en el que participan casi 500 alumnos, consiste en un laboratorio de ciencia dos horas a la semana, donde los alumnos tienen que desarrollar proyectos científicos guiados por un profesor del colegio —que recibe una hora de asesoría a la semana de un tutor, en general estudiantes de posgrado—, para realizar experimentos que inicien a los alumnos en temas como pensamiento científico, estadística o diseño de investigación, y les estimulen habilidades de liderazgo. El objetivo, más que convertirlos en científicos, es desarrollarles el pensamiento racional, para que puedan enfrentar mejor un entorno que los empuja a la vehemencia. Algunos grupos ya han diseñado proyectos que combaten ese entorno —como campañas de prevención sexual—, mientras otros experimentan con suelos para agricultura o con el uso de conchas de moluscos como abono.

Denisse Isamit, alumna de sexto, tímida y atenta durante la clase, dice, cuando los otros se han ido, que antes ella quería ser detective, pero que ahora piensa que ser científico es casi lo mismo. Que se imagina en el futuro rodeada de tubos, en su laboratorio.

Luego dice, con una formalidad sorprendente:
—Sería feliz haciendo esas cosas, que ahora me apasionan. En el taller empecé a forjar mi camino.

EL BUSCADOR DE CIENCIA

Los campamentos eran la idea original. Cuando la Fundación Ciencia Joven nació en 2011, en Valparaíso, el plan era realizar campamentos financiados por empresas, para que niños de todo el país dieran sus primeros pasos en la ciencia. Y eso han hecho: este año, en su cuarta versión, todas financiadas por Bayer, llevaron a un grupo de niños —que postulan por internet— a Tierra del Fuego a hacer una investigación de tres días, que luego continúan con un año de tutoría. De los 160 jóvenes que han pasado por los campamentos, más del 95%, dice Óscar Contreras, director de la fundación, estudia carreras científicas. Y lo mismo pretenden con las cuatro salidas que realizarán este mes, donde llevarán a 115 niños a investigar la biodiversidad del Cajón del Maipo —los de quinto y sexto—, y un bosque en Limache, los de cursos superiores. Allí, harán un campamento de biología, otro de química y otro de matemáticas e ingeniería, y los aspirantes a científico van a estudiar cosas como la composición de suelo, agua y aire, o las matemáticas de las hojas de los árboles.

La historia de la fundación es la historia de Contreras. De 25 años y bioquímico de la UC de Valparaíso, había sido un joven entusiasta en la academia de ciencia en el Colegio Salesiano, y había trabajado durante tercero y cuarto medio en un proyecto para buscar moléculas antibacterianas con un investigador de la U. Andrés Bello. Pero en la universidad el entusiasmo le duró poco. En segundo año ya sentía que pasarían décadas antes de tener un laboratorio en Chile, y quiso volver a las fuentes: comenzó a trabajar en las academias de ciencia de su colegio, junto a quien había sido su profesora, Marjorie Parra —hoy directora de educación de la fundación—, y pronto se ampliaron a cuatro colegios para crear una pequeña red de academias científicas. Lo que entendieron rápido, mientras empezaban a hacer las primeras ferias, fue que si querían fomentar la ciencia a nivel escolar en Chile tenían que desarrollar un programa replicable, con el que construir a largo plazo una comunidad de jóvenes interesados en la ciencia, y de científicos dispuestos a ayudarlos.
—A las ferias llegaban siempre los mismos profesores, que habían pasado diez años de ensayo y error hasta tener su academia. Los estudiantes iban a una feria y no tenían idea de las otras personas que participaban. Y el Estado daba fondos, pero no hacía ningún seguimiento. A lo que apostamos fue a generar una comunidad de profesores y jóvenes líderes en la materia, que puedan compartir experiencia y tengan un espacio para generar en conjunto.

En 2011, alumno y profesora crearon la Fundación Ciencia Joven, y convocaron a otros científicos y profesores de ciencia a sumarse al equipo. Los primeros tres años fueron de campamentos, mientras hacían algunas pruebas piloto de intervenciones en colegios de Valparaíso. La aparición de Google, a mediados del año pasado, llevó el proyecto a un nuevo nivel. El punto de partida fue la inauguración del data center del buscador en Quilicura —un centro de servidores que parece una fábrica, pero tuvo una inversión de 160 millones de dólares en su construcción—, y el inicio de su programa comunitario. La primera intención de Google era fomentar la enseñanza de la ciencia en la comuna, y con ese objetivo llegaron a la puerta de la ONG de Óscar Contreras.

Lo más difícil de implementar el plan, que el próximo año ampliarán a Quinta Normal, cuenta Andrea Richards, directora de academias de la fundación, ha sido convencer a los profesores de que vale la pena. Y a los directivos, que los rechazan con el argumento de que sus colegios no son tan buenos como para eso. Pero se los han ido ganando con hechos. Hace dos semanas, 18 alumnos de escuelas de Quilicura visitaron el data center para conversar con Vint Cerf, uno de los “padres” de internet y vicepresidente de Google, y le hicieron preguntas sobre sus proyectos de sondas interplanetarias para conectar el espacio exterior a la red. Otro grupo de alumnas está ideando apps para el concurso anual de mujeres programadoras de la compañía, con final en Estados Unidos.

Aunque todo está pensado para los estudiantes, el objetivo principal de la fundación son sus profesores: quieren, a la larga, convertirse en gestores de proyectos para una red de academias lideradas por los educadores que hayan pasado por el programa. Por eso, insiste Richards, la batalla es rescatar las vocaciones de los profesores de ciencia, incluso en colegios en que no hay ni laboratorios. A mediados de año, organizaron un congreso para ellos en Valparaíso, donde recibieron charlas de científicos y aprendieron metodologías de experimentación.
—Lo que queremos es agarrar a esos profesores que se han quedado atrás y no pueden perfeccionarse, porque el sistema se los saltó o son muy mayores, y darles un plus. Si logramos motivarlos, ellos lo harán con los alumnos. Esa es la cadena, la forma de hacer un cambio.

LA FLORES DE PUCARÁ

Juan Abarca, de 59 años, es profesor de matemáticas, y es uno de los más entusiastas con el programa. En su colegio, el Pucará Lasana, a un costado de la Población Pucará, famosa por ser el territorio de los autores del “robo del siglo”, no hay profesor especializado en ciencias, así que él hace eso también. Pero no siempre es fácil. Cuenta que uno de cada cinco chicos es inmigrante, y los hijos de haitianos y palestinos refugiados llegan sin hablar una palabra de español. Que los niños admiran a “Los Chubis” —la banda que domina la Población Parinacota—, y que en sus cuadernos lo que más dibujan son armas. Que muchas veces los escucha hablar de cuáles han disparado, y no hay mucho más que hacer que seguir la clase.

Mientras camina por el estrechísimo colegio, dice que la pelea, la única pelea, es evitar que los niños se transformen en soldados de las pandillas. Y que cualquier cosa que sirva contra eso es bienvenida. También, por supuesto, la ciencia.
—Estos chicos no conocen el centro de Santiago, no conocen La Moneda, no conocen nada. Al principio no entendían qué queríamos hacer en la academia. Pero se fueron enganchando, y ahora vamos a museos, a investigar a la biblioteca municipal, al cerro a buscar flores. Esto les muestra a los niños que otra realidad es posible. Hoy varios quieren ir a la universidad.

Lo más importante, dice, ha sido eso: poder sacarlos a conocer otras cosas. Han visitado los laboratorios de la Facultad de Ciencias Químicas de la U. de Chile, participaron en una competencia científica de colegios, y a fin de mes van a organizar la primera feria en el colegio. Para eso, un alumno está intentando traspasar su voz a rayo láser, y otro está haciendo una nube en una botella. Cuatro de ellos asistirán a los campamentos de ciencia este mes, a participar de otras investigaciones.

Pero el proyecto que más motiva al grupo nació de las visitas al cerro Renca a describir la biodiversidad de la zona. En esos paseos encontraron una planta silvestre, el azulillo, que cautivó a los alumnos, al punto que el próximo año dedicarán toda la academia a describirla, a recolectar semillas y a probarla en cinco tipos de suelos, hasta lograr domesticarla y plantarla.

En las calles que bordean el colegio casi no hay pasto ni árboles, sólo hay tierra, cemento y basura. Tal vez algún día, en vez de esas cosas, haya pequeñas flores azules.

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