Por Nicolás Alonso Octubre 9, 2014

Cuando esa mañana de agosto de 1977 se abrió la puerta de su laboratorio en la Facultad de Medicina de la U. Católica, el biólogo Bernabé Santelices levantó la vista de la correspondencia que estaba revisando, y lo que vio le cortó la respiración. Estaban parados frente a él, con sus rigurosos uniformes, el vicealmirante y rector designado de la universidad, Jorge Swett, junto a un uniformado de alto rango, gordo y más bien bajo, que lo miraba muy serio. Santelices, que había vuelto hace dos años de realizar su doctorado en la Universidad de Hawai, y cuya antipatía por la Junta Militar era conocida, reparó en un detalle: las insignias en los antebrazos del hombre.

“Mierda, le llegan hasta el codo. Qué habré hecho”, cuenta el científico que alcanzó a pensar, justo antes que Swett lo presentara: se trataba del vicealmirante de la Armada, Charles LeMay, una de las principales autoridades de la rama. Su imaginación se disparó: pensó que lo iban a deportar, pero no sabía por qué. Pero las palabras que escuchó no fueron ésas, y 28 años después las reproduce con la exactitud de los momentos definitivos.

LeMay se sentó y habló, frente al biólogo inmóvil, de tres pequeñas islas: Picton, Nueva y Lénox. Fue directo. Le informó que tras los resultados del laudo arbitral inglés, que daba a Chile las tres islas en disputa,  Argentina no iba a aceptar el resultado. Siguió hablando: le explicó que se iban a tener que ir a un juicio en La Haya, y que ante ese escenario necesitaban montar una industria de lo que fuera en esas islas perdidas.

El hombre se detuvo. Lanzó una advertencia: lo que le iba a decir era secreto de Estado. No podría, le dijo, comentarlo ni con su almohada. Santelices asintió.

-Dijo: “Vamos a ir a una guerra. Va a durar unos meses y vamos a circunscribirla al Sur. Tenemos calculados unos mil muertos”. Yo estaba petrificado. Pensaba: esto no me puede estar pasando a mí. Luego dijo: “Vamos a ir a La Haya y tendremos que demostrar que hay gente produciendo. Ahí es donde necesitamos a gente como usted. Porque lo único que hay…”, y no se me olvida, porque lo dijo con humor: “Lo único que hay en la zona son esas payasadas suyas de güiros en donde nuestros motores se enredan”.

Santelices entendió. A sus 32 años, era el mayor experto en algas del país. La visita tenía sentido, pero el plan era poco realista: se sabía poco y nada de esas islas, un territorio desconocido para la ciencia mundial, por donde había pasado Darwin y poco más. Era cierto que había macrocystis piryfera, un alga que en California producía entonces cinco mil toneladas de alginato al año, un derivado usado para lácteos y cosmética. Pero también que en seis meses -el plazo de LeMay-, y sin ningún antecedente previo sobre la productividad, era imposible montar una industria.

Luego de vacilar unos momentos, el ecólogo respondió que sí, que iba a meterse en el problema. Hoy, a sus 68 años y sentado en su oficina en la U. Católica, dice que sintió una responsabilidad, el peso del país encima. Y que además -y que esto fue lo que lo decantó-, entendió que con recursos ilimitados era la oportunidad más grande en la historia de las ciencias marinas en el país. En un territorio donde nadie había puesto un pie.

Necesitaba compañeros de viaje. Al primero que se lo planteó fue a Juan Carlos Castilla, de 37 años, ecólogo de la UC como él, especialista en invertebrados y también futuro Premio Nacional de Ciencias. Eran amigos desde estudiantes. Castilla venía llegando de la Universidad de Duke, donde había hecho su posdoctorado en ecología experimental, una rama de vanguardia que los fascinaba a ambos, y que planteaba el estudio de la ecología a través de experimentos en terreno, superando el trabajo descriptivo tradicional de los biólogos marinos.

-Le dije: ¡Es nuestra oportunidad de hacer ecología experimental! -exclama hoy, emocionado a sus 74 años, Castilla-. Nos guiaba la irresponsabilidad de la juventud. Éramos ambiciosos, y era una posibilidad única. Una vez allá, me empecé a dar cuenta de en qué nos habíamos metido.

Santelices, que no podía dar muchos detalles, se dio cuenta antes, cuando se enteró de que en el Sur ya estaban pintando cruces blancas sobre los techos de las casas, para salvarse de bombardeos.

Entonces supo en qué se estaban metiendo.

EL CASTING Y LA GUERRA
Luego de un primer viaje de reconocimiento a la zona, Santelices definió algunas cosas: se quedarían en Puerto Toro, una playa de la isla Navarino -justo frente a Picton- con acceso a los bancos de algas, donde había un puñado de casas y el último puesto de Carabineros de Chile. Y más importante, iba a necesitar un estudio como nunca antes se había hecho en Chile: con un equipo de especialistas de varias universidades, para no destruir a las más de 50 especies de invertebrados que vivían en las macrocystis. “Tiene que ser un esfuerzo nacional”, le dijo a LeMay. Decidió mantener el espíritu de los concursos científicos, y llamó a un casting de proyectos.

Se hizo en mayo, en el Ministerio de Defensa. Sentados a la par, el ecólogo y el vicealmirante escucharon a una decena de grupos de investigadores presentar sus ideas. Santelices recuerda con pudor ese momento: “Fue una boludez, todos querían hacer todo. Unos pedían 25 mil dólares y otros 250 mil. LeMay se me acercó y me dijo: ¿Esto no está saliendo como esperabas, no?”. Cuando terminaron de exponer, el uniformado hizo algo que hasta hoy le vale a Santelices la antipatía de varios de los científicos presentes: se paró, levantó todas las carpetas, y las dejó caer sobre la mesa.

-Usted decide quién va y quién hace qué. Avísame el lunes -le dijo, y luego se retiró de la sala, en medio del silencio de sus colegas.

El biólogo tardó dos meses en armar un proyecto interdisciplinario sin precedentes en la ciencia chilena. También el más caro hasta ese momento: 250 mil dólares. Los elegidos como cabezas del grupo fueron Juan Carlos Castilla, experto en invertebrados de la UC, Carlos Moreno, especialista en peces de la U. Austral, y Krysler Alvear, de la U. de Concepción. Cada uno llevaría sus ayudantes, y en total serían un grupo de unas 15 personas, que se irían rotando para tener siempre presencia allá. Santelices era el responsable de todos.

El primer viaje fue en agosto de 1979, y bastó para que entendieran que el asunto no era un juego. El proyecto se había congelado un año por el aumento de las hostilidades tras el fallo inglés. Cuando los científicos llegaron a Puerto Williams, en medio de una fuerte nevazón, lo primero que los impactó fue ser trasladados en lanchas con torpedos, bajo la vigilancia de un marino armado todo el tiempo. Era poco más que un simbolismo: pronto supieron que solos, en medio de ese caserío de cañerías congeladas y clima brutal que era Puerto Toro, ni ese marino ni los cinco carabineros del lugar podrían hacer nada por ellos. Santelices se asustó.

-Veíamos las marcas de las trincheras, las torpederas pasar. Me dijeron: si llegan los argentinos, griten que son científicos. No podía dormir esos días. ¿Qué pasaba si desembarcaban 20 tipos y nos llevaban?

Luego fueron asimilando todo. Estaban excitados por las posibilidades científicas, se imaginaban poniendo a Chile en el primer plano mundial de la ecología. Fueron seis viajes, aunque el proyecto implicaba cuatro expediciones principales: una por cada estación entre agosto de 1979 y julio de 1980. Para la segunda de ellas, los militares argentinos ya conocían su presencia, y los vigilaban. Carlos Moreno pudo sentir el ruido de las hélices volando bajo cuando se sumergía en el mar helado del lugar.

-Los helicópteros nos vigilaban, pero nosotros seguíamos en lo nuestro. Las plantas eran gigantescas, el agua prístina: tú sentías que buceabas en el espacio.  Los colegas de Ushuaia me decían que por la radio hablaban de un grupo de espías, del “grupo alga”, que estaba minando el mar. Creo que éramos una estrategia para mantener intrigados a los vecinos.

Los pasos por Puerto Williams, antes y después de cada viaje, eran bravos. Allí dormían con 600 marinos, en un galpón de camarotes séxtuples, donde las noches solían terminar a golpes en el bar. Bebiendo con un grupo de 15 boinas negras, oían sobre operaciones nocturnas delirantes: de cómo en la noche se pasaban al lado argentino para minar el aeropuerto de Ushuaia. En los trayectos por mar solían cruzarse con torpederas argentinas. Los marinos se mostraban los traseros y las ametralladoras de una cubierta a la otra. Ellos miraban. Un atardecer recalaron en Lénox, y vieron a un par de centenares de soldados emerger corriendo de entre la vegetación a buscar armamento y comida, y en minutos volver a perderse en la isla.

Patricio Ojeda, entonces de 26 años y ayudante de Santelices, solía estar metido en los momentos de tensión. Recuerda el miedo en varias imágenes: en un buque chileno y una torpedera persiguiendo a una embarcación argentina entre ráfagas de tiros cerca del Cabo de Hornos; a bordo del Elicura, una barcaza chilena, tratando de bloquear a un navío argentino. Pero sobre todo hay un momento que tanto él como Santelices y Castilla recuerdan como el que pudo ser el final de la historia.

Fue al comienzo del tercer viaje, en un trayecto entre Punta Arenas y Puerto Williams. Poco tiempo antes, el piloto del avión que solía llevar al grupo a la isla había desaparecido en uno de sus regresos. Ahora iban en un avión naval, y Ojeda iba sacando fotos, tratando de adaptarse a volar sin presurización. Entonces vieron una barcaza argentina en aguas chilenas. Sin avisar, el piloto arrojó el avión en picada sobre el navío, y los científicos, descompuestos, pudieron ver a los argentinos destapando sus ametralladoras. Las amenazas duraron varios minutos. Cuando Ojeda ya no dudaba de que los derribarían, vieron al navío darse la vuelta y emprender su retirada.

-Ahí nos dimos cuenta de que si había guerra, íbamos a quedar al medio.


El “Grupo Alga” en pleno. En el centro, con gorro de lana oscuro y anteojos, Bernabé Santelices. Abajo: el paisaje en Puerto Toro en la época de las expediciones científicas.

LA BATALLA CIENTÍFICA
Para finales del tercer viaje, ya habían hecho la cantidad de experimentos suficientes para confirmar que montar una industria de alginato en el Beagle era una pésima idea. Las macrocystis, maravillosas como objeto de estudio, no eran tan abundantes, y por las condiciones del mar crecían con lentitud. Eso sumado a los costos de operar en un clima brutal.

Los militares los seguían apoyando, pero cada vez parecían menos interesados. La tensión con Argentina estaba bajando, y LeMay ya estaba cerca del retiro. Sin la presión de la guerra, el grupo pudo darse un festín de experimentos: hicieron el informe de un ecosistema marino más grande de Sudamérica, que se tradujo en alrededor de 15 papers que fueron referencia mundial en la materia. Todos describen esos días como un “paraíso científico”, entre amagues de una guerra fantasma. En algún punto, Santelices ideó una forma simple de darle algo útil a los marinos: estudió si las especies marinas de la zona tenían mayor influencia del Atlántico o del Pacífico, como posible argumento ante un eventual arbitraje en La Haya. Acertó: pertenecían al Pacífico.

Entretanto, liberaban tensiones agarrándose a patadas en una canchita de fútbol en Puerto Toro, y se hastiaban de comer las centollas de la isla. Juan Carlos Castilla estaba fascinado: había logrado responder la pregunta que lo tenía absorto: cuál era el carnívoro que se comía a los erizos en el Beagle, para que éstos no se comieran todas las algas. En California era el chungungo, pero acá no aparecía ninguno. Luego de decenas de experimentos, comprendió: en el Sur de Chile, por la lluvia y las corrientes, las algas eran tan productivas que literalmente llovían sobre los erizos, y éstos tenían pequeñas pinzas para tomarlas. Demostrar que dos ecosistemas similares en el mundo podían funcionar de forma distinta -y uno de ellos sin carnívoro- cambió un paradigma ecológico. Carlos Moreno, en tanto, marcó otro punto fuerte, demostrando experimentalmente que la reducción de algas influía directamente en la disminución de peces, como un bosque y sus aves.

Son sólo un par de los artículos que componen el dossier de 686 páginas  que Santelices entregó a la Armada un año después del último viaje. Hoy está seguro de que fue guardado en algún estante sin que nadie le echara un vistazo. El enorme informe, fechado en julio de 1981, culmina con una recomendación: no emprender la explotación económica de las algas del Beagle, y mejor probar con las algas del Norte de Chile. Nunca nadie les comentó  si algo de lo que hicieron tuvo alguna influencia para que en 1984 la mediación papal decidiera que las islas eran chilenas. Les parece poco probable.

Lo que sí influyeron, y transformaron, fue a la ecología marina chilena. Sus trabajos sobre el Beagle fueron ovacionados en congresos de todo el mundo, y el grupo que pasó por el proyecto, desde distintos lados, convirtió a Chile en líder iberoamericano en ecología experimental. A la par de EE.UU. y Australia. “En esos pocos años produjimos una cantidad de información al nivel de lo que estaban haciendo los gringos hace 40 años, y se lo traspasamos a cientos de estudiantes”, dice el biólogo Julio Vásquez, entonces ayudante de Castilla. “La ecología experimental parte ahí, de un grupo de gallos hambrientos, que se fueron a meter donde las papas quemaban”.

La clave del boom posterior, coinciden, fueron los lazos que quedaron entre los científicos que participaron en la misión, que hasta hoy colaboran, y que derivaron en que Santelices replicara el modelo, creando en los 90 los Fondos de Financiamiento de Centros de Investigación en Áreas Prioritarias.

Lazos como el recuerdo de una tarde, al final del tercer viaje, cuando no hablaban mucho entre ellos de las tensiones, ni de los miedos. Aunque existieran. Esa tarde, cuenta Patricio Ojeda, en que un teniente le ofreció su fusil arriba de la barcaza Elicura, en la que iban atravesando el Beagle,  por si quería relajarse disparando.

-Para el lado chileno -recuerda que le dijo-. Si no quieres empezar la guerra.

El primer disparo atrajo al resto del grupo. El teniente les trajo un fusil a cada biólogo, con un cargador de 40 tiros. Entonces pasaron frente a una roca llena de lobos de mar.

Ojeda apretó el gatillo. Los lobos saltaron al agua y ellos se quedaron ahí, durante esos cinco minutos de catarsis final, entre el ruido y la pólvora, con la tarde cayendo a sus espaldas.

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