Por Diego Zúñiga Julio 2, 2014

Los triunfos siempre fueron sólo un relato oral -el Mundial del 62 es un mito al cual nos aferramos a pesar de saber muy poco de él- o pequeñas y fugaces imágenes, como ese carrerón de Patricio Yáñez en Paraguay, o los goles de Zamorano y Salas, pero no mucho más.

Pocos días antes del partido de Chile contra Brasil, un amigo que bordea los cincuenta años y que ha visto mucho -muchísimo- fútbol, me dijo: “Yo sólo pido que lleguemos al alargue. Quiero ver a los brasileños tirados en la mitad de la cancha, destruidos, porque ya no pueden más. Quiero vivir eso”.

Vivir eso era vivir, para nosotros, algo nuevo: irnos por primera vez en nuestra historia al tiempo extra, jugar esos treinta minutos y quizás después, si el fútbol lo quería, llegar a una definición a penales con los pentacampeones del mundo, con el equipo local, con la selección que nos había eliminado en los últimos dos mundiales en los que habíamos participado.

Vivir eso -ese tiempo de alargue que pedía mi amigo- era vivir una experiencia desconocida, aquello que haría distinta a esta selección de las anteriores -las que compitieron en Francia y Sudáfrica-, pues todo indicaba que lo más probable era perder con Brasil, pero las formas podían cambiar. Las formas: eso que parece ser sólo un detalle en un tiempo en el que ganar o perder son las únicas opciones vinculadas al fútbol. O ganas y sigues compitiendo, o pierdes y debes regresar a casa sin nada.

Pero las formas pueden matizar esa dualidad. Las formas a veces nos pueden salvar la vida, o al menos nos pueden ayudar a soportar de mejor forma la derrota.

Eso nos enseñó esta selección chilena: que no da lo mismo el cómo, que el fútbol se trata de ganar, siempre, pero que también es otra cosa. Sí: perdimos, nos eliminaron, llegamos a la misma fase que en nuestras últimas dos participaciones mundiales, pero esta vez fue distinto y nadie puede dudar de eso.

Sí: las estadísticas son una cosa, pero el fútbol es otra.

El fútbol son esos pocos centímetros que faltaron para que ese tiro de Pinilla, en el minuto 119 con 41 segundos, no golpeara en el travesaño, sino que entrara en ese arco y se escribiera, entonces, otra historia. La historia que todos los chilenos queríamos leer.

Hay en esa imagen -la imagen de esa pelota golpeando en el travesaño en el último minuto de partido- una novela profundamente chilena, que aparentemente hemos leído muchas veces: el casi gol, el casi triunfo, el casi todo. La historia siempre a medias y el fracaso que nunca deja de tentarnos.

Pero insisto: esta vez fue distinto.

Quiero volver a las palabras de mi amigo, a su deseo de ver un partido distinto al que hemos visto tantas veces: él no pedía ganar, no pedía ser campeón del mundo. No. Pedía lo mínimo: que no fuera lo mismo de siempre. Porque él había visto a Caszely perder el penal en el Mundial de España 82 y al Cóndor Rojas tirado en el pasto del Maracaná, es decir, había vivido ya la derrota chilena varias veces. Y los triunfos eran sólo un relato oral -el Mundial del 62 es, para muchos de nosotros, un mito absoluto, al cual nos aferramos a pesar de saber muy poco de él- o pequeñas y fugaces imágenes, como ese carrerón de Patricio Yáñez en Paraguay, que convertiría en gol en el último minuto de partido. Eso. Imágenes fugaces: los goles de Zamorano y del inolvidable Marcelo Salas, por ejemplo, pero no mucho más.

Una generación que había vivido convencida de que cuando nos tocaba con Brasil o Argentina no había mucho que decir: siempre se perdía. A veces -sólo a veces-, de milagro se empataba.

Ésa es una palabra clave en esta historia: milagro.

Contra esa palabra llegó a luchar Marcelo Bielsa hace ya casi siete años, cuando asumió la banca de la selección y le cambió la mentalidad al fútbol chileno, al futbolista chileno, y también, de alguna forma, a nosotros, los hinchas.

Porque si mi amigo, que creció viviendo derrotas, llegó a pensar antes del partido contra Brasil que podíamos alcanzar el alargue, si llegó a pedir eso que es mínimo -pero que antes de Bielsa hubiera sido imposible imaginar-, fue simplemente porque el argentino nos cambió la mentalidad, y porque Jorge Sampaoli no hizo más -lo que no es poco, claro- que profundizar en ese cambio, en ese deseo irrefrenable por torcer la historia y por entender algo fundamental: que el fútbol es trabajo y planificación. Que hay siempre una cuota de azar irrevocable -esa pelota de Pinilla y los pocos centímetros que faltaron para el gol-, pero que lo más importante es el trabajo, matarse en los entrenamientos y llegar a la cancha dejando en su mínima expresión a esa cuota de azar.

Sí: son lugares comunes, pero estuvieron ausentes durante muchos años de nuestro fútbol, durante todo ese tiempo cuando entrábamos a jugar con las selecciones más grandes y siempre sabíamos lo que iba a ocurrir. Este equipo de Sampaoli -de Bravo, de Medel, de Sánchez, de Vidal, de Charles Aránguiz- nos recordó que el fútbol es impredecible y que por eso es un deporte que nos gusta tanto: entramos a jugar con el campeón y el subcampeón del mundo y nos paramos de igual a igual, sin que pesara la historia. Entramos a jugar al Mineirão con el local, con el pentacampeón del mundo, y ninguno de los jugadores chilenos dudó, en algún minuto, que se podía ganar ese partido, a pesar de todo.

Mi amigo quería que llegáramos al tiempo de alargue, pero estoy seguro de que no imaginó en las condiciones en que alcanzaríamos aquello: Medel desgarrado, Vidal infiltrado, Aránguiz sin poder mantenerse en pie, acalambrado, igual que Sánchez, que ya no podía correr más. Y a pesar de eso, de haber entrado con Medel y Vidal -dos de las figuras, dos monstruos- lejos de su 100%, a pesar de armar una defensa con mediocampistas, a pesar de no tener un 9 goleador, como alguna vez lo tuvimos, a pesar de todo, Chile jugó y estuvimos a unos pocos centímetros de cambiar la historia.

He vuelto a ver -a mi pesar- los últimos minutos del partido. No he podido -no he querido- ver los penales, pero sí vi los últimos minutos del tiempo de alargue y ese tiro de Pinilla, y ese palo, y ese estadio en silencio y los gritos desolados de los chilenos, de los comentaristas, de todos, pues nadie podía entender que aquella pelota no hubiera entrado.

Hay un par de videos en internet en los que, en una dimensión paralela, ese tiro de Pinilla golpea en el palo y entra al arco. Se puede ver: Pinilla esquivando al defensa brasileño y pegándole a esa pelota, que da en el travesaño y es gol, gol de Chile, el gol de la clasificación a cuartos de final, el gol que iba a torcer la historia. En el video, aquella imagen se ve horrorosamente real y nos llena de preguntas, y nos vuelve a dar pena saber que todo eso no es más que una ficción.

Lo que no es ficción, eso sí, es que después de este partido el fútbol chileno debería ser otro. Porque los jugadores que vengan y vistan la camiseta de Chile no podrán entrar a una cancha de fútbol sin pensar en esa rodilla infiltrada de Vidal, en esa pierna desgarrada de Medel, en esas tapadas brillantes de Bravo, en ese correr incansable de Aránguiz o en esa entrega absoluta de Sánchez. ¿Van a poder realmente entrar a una cancha y no darlo todo, no estar a la altura de aquellos que los precedieron?

Sí: nos vamos a acordar por un buen tiempo del palo de Pinilla, como la generación de mi amigo sigue recordando el penal de Caszely. Sí, no tengo dudas de eso. Pero tampoco tengo dudas de que los que vienen recordarán cómo una selección chilena fue a hacer historia a un mundial y no volvió con las manos vacías.

Menos que eso, entonces, ya no podremos pedir.

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